jueves, 6 de enero de 2011

ANSO



Después de unos sesenta años, te voy a saludar Ansó, con la misma frase que entonces, desde lo alto de una Peña, que hay a la derecha de la carretera que sube a Zuriza, diciéndote "Ansó yo te saludo, no eres Ansó, eres Ansotania". ¿De dónde me sacaría yo tal frase?, no me acuerdo, no me alcanza tanto la memoria. Sólo sé que en aquellos momentos, mi ánimo estaba como encantado, como enamorado de esta Villa, poseído por su belleza y la de su entorno, que me llevaba a considerarme en un país de las maravillas, que mi imaginación infantil definía como Ansotania.

Luego he meditado mucho sobre mi saludo y he llegado a la conclusión de que nunca he dicho mayor verdad, porque Ansó reúne todas las características necesarias para ser un país con una recia personalidad, porque recias y luminosas son sus montañas y sus puertos, recios son los tejidos con que están confeccionados sus trajes de nobleza impresionante, y recia es su fabla tan gráfica, tan sonora y tan bella, recia es su jota aragonesa, más serena aquí y más embravecida en los secanos de la Tierra Baja y recia y bien lanada es su raza ovina ansotana.

Entonces ¿es Ansotania un país?. Quizá haya exagerado en mi apreciación dejándome llevar de mis nostalgias infantiles y de mi pasión aragonesista. De esta pasión deriva mi calificativo de país para Ansó, porque en él se reúne la flor y nata del aragonesismo, porque es el origen de Aragón, junto con las comarcas vecinas y donde más tiempo se han conservado sus valores.

En pocas palabras Ansó, me parece una síntesis de la identidad aragonesa.

Cuando, siendo niño, subí a Ansó lo hice en la caja de un camión y me impresionó la Foz de Biniés, como una inmensa puerta que daba acceso a la villa que nos iba a acoger. Nos alojamos al principio en el Hotel de la Plaza, de donde pasamos a una casa de la Calle Mayor, donde comenzó mi integración en la vida del pueblo.

Cerca de donde yo vivía, había una placeta, en una de cuyas casas la dueña vestía habitualmente, la toca y los atavíos ansotanos. Su bello rostro recordaba el de una madona, cuya blancura resaltaba enmarcada por la toca. Parecía una gran señora, pero además lo era, porque mi hermano menor Jesús, que tenía tres años le mató unos pollitos y cuando fuimos a pedir excusas y a pagarlos, no sólo no nos quiso cobrar, sino que disculpó la travesura del niño. Ahora doy más importancia al hecho, porque a más de un ansotano le han hecho pagar daños, que han causado media docena de ovejas en un trigo, que a lo mejor estaba sembrado en una cabañera.

Y volviendo a los pollos, entonces los criaban las dueñas con el mimo con que hoy se cría a un niño. En esos carasoles, la vieja hilaba, el tejedor tejía, la gallina escarbaba, el ciego tañía y la niña cantaba al bebé: ¡teje, teje, tejedor, garras, garras de traidor!.

El tejedor llevaba su teje-maneje, pero desde luego que no tenía garras y menos de traidor. El niño pequeño que todavía era menos traidor, agitaba sus manos como si tejiese, alternaba el movimiento de sus pies, como si estuviese moviendo el telar por medio de pedales y mostraba una gran alegría al oír eso de: "garras, garras de traidor". El contraste entre la inocencia infinita del niño y la acusación de traidor, que se repetía gozosamente al ritmo del cuneo, provocaba la risa de todos. Risa esencial, risa maternal, risa existencial.

Todo era ritmo en el carasol, el subir y bajar del uso, el teje-maneje del tejedor, el escarbar de la gallina, el tañer del ciego y el cri-cri de la cigarra en el árbol. El burro, atado a una herradura clavada en la pared, parecía dirigir la orquesta, pero no con una batuta, sino con dos, que eran sus largas orejas. Se posaba un tábano en su oreja izquierda, lo espantaba con su movimiento y se posaba en la oreja derecha, en una constante pugna tábano-asnal en la que no había vencedor ni vencido, pero si movimiento continuo. Zumbido del tábano y ritmo en el cuneo de la cuna y en el sube y baja del huso de la vieja. El tejedor teje y una anciana desteje una toquilla para hacerle “peducos” al nieto "repatán".

Tejer y destejer, todo es hacer.

Ahora se oyen muchas músicas ruidosas, pero yo quisiera que alguien tejiera y destejiera una música con un ritmo antiguo y aldeano, que me hiciera olvidar siquiera por un momento o por el tiempo que tarda en consumirse un disco, el ruido sin ritmo de la capital y recordar el ritmo ansotano de la placeta carasolera, próxima a la casa donde vivía.

Pero volvamos a los pollos, que entonces, como antes he dicho, criaban las dueñas con el mimo con que hoy se cría a un niño. La clueca les daba su calor maternal, y si éste era poco en las heladas noches, les ponía una botella de agua, que previamente habían calentado en el hogar, dulce hogar, aunque oliese a humo. Humo, que por otra parte, al salir por las chimeneas al clarear el alba, procedente de la leña seca y diluirse en el aire puro de la mañana, mas bien parecía aromático que molesto, no como ocurre hoy con el humo procedente de las calderas de las calefacciones y de los tubos de escape de los automóviles. Entonces, y perdonen mi reiteración, hasta el humo era humo. Durante el día, cuando la vieja de la casa salía con su silleta de iglesia a tomar el sol a un lugar carasolero, sacaba con ella el cajón de madera donde cobijaba a la clueca con sus pollitos. El sol desentumecía los cansados huesos y crujientes articulaciones de la vieja y fortalecía los tiernos huesos de los pollitos y proporcionaba calorías ecológicas a la agotada gallina. Los pollitos corrían de aquí para allá como niños que salen al recreo y a la voz de: ¡titines, titines!, acudían a recoger las migajas que caían de la "crosta" de pan que la dueña estaba "esmiquetando". Pobres viejas, que cuando decían que iban a "esmiquetar una crosta de pan" se les reía el señor Secretario porque hablaban mal, cuando en realidad hablaban una fabla bella y tan diáfana que hasta la clueca y los pollitos la entendían.

Y no sólo las aves, sino el conejo al que convocaban a la voz de: "¡sancho, sancho! ", y a la cabra a la que llamaban : "¡mona, mona!, la oveja que acudía a la voz de: ¡quirrina, quirrina!, mientras que al cerdo le decían :¡gulín,gulín¡, si era pequeño y: ¡gulo,gulo!, si era gordo.

Con tales cuidados los pollos luego se hacían tomateros, y supongo que los llamaban tomateros porque habían llegado a un desarrollo que les hacía aptos para ser condimentados con el rojo fruto procedente del huerto familiar.

Constituía un acontecimiento en la casa, cuando a los pollos les salía cresta, como lo era cuando al niño le salían dientes. Y si la cresta era granada, en lugar de aserrada, lo iban a comunicar a las vecinas, como van a comunicarles que se han comprado unas cortinas nuevas o un tresillo.

Aquellos pollos no consumían pienso compuesto, comían las semillas que quedaban en las granzas del trigo de la era, a donde los trasladaban durante la trilla, a gozar de un verano natural, de una comida natural y de un agua fresca que sacaban del pozo con sus pozales.

En años de escasez, y cuando el novio de la hija tardaba mucho en llevársela al altar, mataban todos los pollos, luego las gallinas, después el gallo y si el futuro era tan reacio, tenían que matar hasta la clueca. Tal vez alguna futura suegra hubiese hecho bien en matar primero la clueca, a ver si el novio se ponía clueco y se casaba, sacando de casa el consiguiente gasto. Si esto ocurría o los pollos eran numerosos, había que guardar alguno para caponar, palabra más modosa que su sinónima castellana. ¡Oh el capón, gran señor, digno de veneración!, como decía Baltasar del Alcázar de la morcilla. Toda casa que se considerase, tenía que disponer de capones para Navidad, unos para el propio consumo, palabra todavía no adulterada, y otros para regalar a los parientes de la capital y a los señores a los que se debía, o de quienes se podía esperar algún favor.

El caponar era todo un rito, y en todos los pueblos había una matrona que lo supiese celebrar. Era una especie de matriarcado, que se transmitía de madres a hijas. Había que concertar la fecha y la hora para dejar a los animales en ayunas con antelación, igual que se hace ahora cuando una persona va a sufrir una operación. Se acomodaba a la operadora lo mejor posible, se le ofrecían toda clase de facilidades, se le preparaba agua apañada, e invariablemente se le decía que no tuviese miedo a matar algún pollo, porque la olla estaba preparada al lado del fuego eterno del hogar. El marido y los “tiones”, ocultamente, estaban deseando que esto ocurriera, pues hacía tiempo que no habían comido pollo y entonces el pollo era pollo. La operación, efectivamente, conllevaba riesgos pues las aves, más elegantes que los bípedos implumes, son criptórquidas y por tanto llevan sus atributos masculinos ocultos dentro del abdomen. A estos atributos los llamaban criadillas y fritos con ajo constituían "bocatto di cardinale".

Yo invitaría a las feministas a hacer una "lifara" de esta índole para vengarse del machismo que durante siglos las ha oprimido.

No hay nada nuevo bajo el sol y aquellas matronas así lo hacían entre bromas más o menos picarescas.

Con el “agiornamiento” y la desmitificación de los ritos desapareció esta costumbre ancestral y los capones ya no se ven en nuestras mesas navideñas. España y los españoles somos así. ¡Qué le vamos a hacer!.

Mientras tanto los franceses siguen caponando pollos y, lo que es más sofisticado, siguen caponando pollas para convertirlas en "poulardes". Y como en España somos imitadores de lo extranjero, nos engañan como antes engañaban a los chinos. ¿Cómo?, sencillamente haciéndonos propaganda de poulardas que no son tales, sino pintadas o Gallinas de Guinea, con lo cual nos dan gato por liebre, que se parecen entre sí, poco más o menos, como las pintadas a las poulardas, aunque si la cocinera es buena, después de condimentada, casi no se nota la diferencia.

Otro engaño que padecemos es el de los capones fabricados artificialmente con hormonas femeninas. Es engaño porque un capón quirúrgico es un ser asexuado y el capón hormonal es un travesti. ¡Pobres mujeres que dan este bocado a sus maridos, porque corren el peligro de convivir con otra mujer en lugar de con un hombre!.

Al hablar de pollos travestis no me considero original, pues basta leer la obra del aragonés Sender, titulada :"Las gallinas de Cervantes", para enterarse de lo que le pasó a la esposa del genial autor del Quijote. Simplemente se le fue convirtiendo en gallina, y se quedó sin mujer. Transmito literalmente la descripción que del tema hace otro genio, el aragonés Sender: "Su esposa, cuando se desnudaba para ir a dormir y se obstinaba en hacerlo en el cuarto de Cervantes, quedaba en cueros, llena de plumas, gallina como cualquier otra gallina, pero tan grande que causaba asombro. Conservaba, como dije antes, la cofia y la pañoleta por no se sabe qué razón. Cervantes no se atrevía a preguntárselo"."Lo más curioso sucedió después. Doña Catalina quiso entrar en el gallinero sin lograrlo y cuando comprobó que la puerta no era bastante ancha para ella, desistió y acurrucándose en un rincón del cobertizo puso un huevo".Dice Sender que después cacareó con una fórmula muy aragonesa:"¡ Por por por por por...poner!".Las consecuencias las describe Sender así: "Y Cervantes salió aquel día de Esquivias y no volvió nunca".

Me ha preocupado mucho la causa que pudo producir tal transformación. Entonces no pudo ser el consumo, como ahora podría ocurrir con los maridos. Yo digo si al no tener hijos se puso clueca accidentalmente y se quedó así para siempre.

Claro está que doña Catalina no seguía las costumbres ansotanas, ni cuidaba pollitos, ni tejía en aquella placeta carasolera, próxima a la casa en que yo vivía.

Tampoco se hablaba fabla, aunque Sender dice que "El barbero debía ser aragonés", porque en una partida de cartas, pronunció la palabra "arto", una zarza en tierras de Aragón.

Es esta una palabra vasca que se usa en el lenguaje ordinario, pero como tantas otras, como nombres de lugares, como el propio de Ansó. Arto quiere decir maiz, en ocasiones, pues cuando se introdujo dicha planta en España, ya se usaba la palabra hacía muchos años, pero lo que seguramente significa es encina o carrasca. Podemos verlo en Artasona (carrasca buena) y en Artieda(carrascal).

Pero doña Catalina, como dice Sender al acabar su novela, no se sabe donde está. ¡Lástima no poderla ver en la placeta carasolera de Ansó o en los bosques de Zuriza!.

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