viernes, 11 de marzo de 2011

Campanas en Madrid











A mí me suenan todavía las campanas, unas veces alegres, cuando empiezan las fiestas y otras tristes, cuando llevan el cuerpo de una persona al cementerio. Ese din-don-din-din, que sale de las distintas campanas, llena de alegría los corazones de los habitantes de los pueblos y les induce a bailar moviendo sus piernas, acompañadas con los movimientos de sus brazos y de sus manos. Ese lento dommm-dommm que acompaña al cortejo fúnebre, mueve las glándulas lagrimales de las mujeres, de los niños y de los hombres, que sienten el alejamiento del difunto, pero cuando el dommm-dommm parece que se acaba, se llenan de esperanza sus corazones, al lanzar la campana un nuevo dommm-dommm, que renueva la esperanza.

Yo me lamentaba de ver como en los pueblos ya no quedan campaneros y como en las ciudades, suenan las sirenas, pero las campanas ya casi no se hacen sonar. Parece que la vida moderna se va olvidando de las campanas, como si tratara de hacer a los humanos inmortales; lo somos y no tenemos que olvidar el uso de las campanas, que nos lo recuerdan. Hoy he escuchado sonar el bronce, golpeado por sus badajos, de unas campanas en la moderna catedral de la Capital de España y he comprendido como el hombre agrupado en las grandes ciudades, todavía siente el lenguaje de la campanas. Antes cantaban aquellas coplas que decían: “Campanitas de la aldea, din -don, que llamáis al amor mío, din.don-din-don, ¿por qué llamáis tan temprano, que hace frío, mucho frío?”.

El amor del que cantaba la copla le hacía respetar el bienestar de su amada y le dolía el temprano sonar de las campanas, porque le haría pasar frío.

Pero las campanas que hoy, día Once de Marzo se han escuchado en Madrid no producirían frío en los que las oían, sino que provocaban calor en sus corazones y esperanza en sus inteligencias, porque estaban silenciosos y no decían nada, pero comprendían mucho la lengua, que pronunciaban esos sonidos porque los madrileños se acordaban de sus padres, de sus hijos, de sus amigos y de sus órganos lesionados o perdidos.

Algunos parece que entendían al poeta Federico García Lorca, en el decir de las campanas: Dim-dom ¡un hijo!,dim-dom, “¡un hijo,” dim-dom “¡un hijo, que no era más que suyo”, dim-dom, “porque era su hijo!”.

Dim, dom ¡su hijo!, dim-dom ¡su hijo!dim-dom ¡su hijo!.

Parecía, sin embargo que aquellos muertos eran hijos y hermanos de todos, porque todos lloraban y a mí, también, me caían las lágrimas de los ojos.

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