lunes, 12 de agosto de 2013

El sacristán





Hay muchas clases de ministros aparte de los que forman el Gobierno de un País: tenemos sin ir más lejos, a los sacristanes, que son ministros destinados en las iglesias, para ayudar al cura en el servicio del altar y cuidar de los ornamentos de la iglesia y sacristía.
En el escalafón de las dignidades eclesiásticas se puede ascender desde acólito, monaguillo o escolano hasta la de Sumo Pontífice, pasando, no necesariamente por sacristán.
Estos días pasados encontré una fotografía de mil novecientos treinta y cuatro, en la que aparecía el Maestro de mi pueblo, don José Bispe, rodeado de todos sus alumnos. Don José era republicano, católico y sentimental, y dejó en mí un grato y profundo recuerdo. Su apellido quiere decir  traducido de la “fabla” aragonesa al castellano, obispo, y entre los alumnos allí fotografiados hay uno que ha llegado a ser Arzobispo de Meta, con residencia en Roma; se trata de don Antonio Javierre y está fotografiado otro, que quedó sólo en sacristán y éste es Antonio Bescós.
No está muy conforme mi amigo con haberse quedado en sacristán, pues por  Radio Huesca declaró que si no hubiera tenido necesidad, a los diez años de salir de su casa a servir de “chulo” a casa Ciria de Arbaniés, hubiera llegado a secretario del Vaticano. Se ve que es una vocación frustrada: ayudó a misa en Siétamo, con el entonces Antoñito Javierre y en Huesca también tuvo participaciones en diversas procesiones, entre otras en la de San Lorenzo, en que portaba un farol a un lado de la Cruz profesional, llevando el otro farol el famoso “Caragüey”, que al oírse insultado, contestaba con palabras de ningún modo litúrgicas. Cuando se encontraba en el lecho de muerte, lo llamaban por su propio nombre y exclamaba el pobre: “¡qué malo debo estar cuando ya nadie me llama “Caragüey”!”. A Antonio,  por mal nombre, lo llaman “Trabuco”; observen que poco respeto demuestra la gente llamando así a un ministro que está al servicio de la sacristía; de la misma forma que a un santo le sientan mal dos pistolas, a Antonio le sienta mal ese apodo.
Aunque San Pablo dice que el que sirva al altar, viva del altar, hoy se ganan la vida en otros trabajos hasta los sacerdotes; calculen lo que habrán tenido que trabajar los sacristanes, sobre todo los de la parroquias pobres. Antonio iba a Huesca en bicicleta a su tarea de peón, pero de paso ejercía de recadero y quizá por su condición de sacristán, no admitía encargos poco decentes, atentatorios contra la natalidad.
Todo lo relacionado con lo sagrado, le atraía, e incluso la predicación, y a este respecto cuentan que, cuando trabajaba en la restauración de la iglesia de Siétamo, se subió al púlpito y comenzó a predicar a sus otros compañeros de trabajo; en ésas estaba cuando llegó el cura de Torres de Monte que lo apeó rápidamente de tan alta tribuna.
No cejó en su vocación, a pesar del incidente y a pesar de que el mosen le quiso cobrar un duro por el entierro de su padre; él colaboró gratis en todos los entierros de la parroquia, que a su vez, desde allá arriba se acuerdan de él.
El Señor se complace con los humildes y algo ha sucedido que ha venido a compensarle de su frustrada vocación. Los danzantes de Huesca han ido a Roma y si él no hubiera podido acompañarlos, seguro que revienta, pero su esposa, la señora María, muy comprensiva, le ha permitido  viajar a la Sede de la Cristiandad. Quería visitar la tumba de San Lorenzo, a quien en Huesca había acompañado procesionalmente y quería saludar a su compañero de escuela, Monseñor Javierre; allá fue y al encontrarse ante él, exclamó :”Monseñor, delante de Vuecencia se encuentra, aunque sin arqueta (supongo que se refería a la arqueta del incienso), ni incensario, el sacristán de la parroquia donde usted fue bautizado”. Después se rompió el protocolo y abrazando al Arzobispo le entregó la vieja fotografía que he citado y dos cajas de castañas de mazapán de casa Vilas, una para su Santidad y otra para él.
Dicen que por Roma se desenvolvió con soltura y no sólo por Roma, pues en Milán, cuando un grupo de oscenses llegaron a lo alto de la torre de la catedral con el aliento subido, se encontraron tan fresco a Antonio Bescós; ¿cómo has subido?, le preguntaron, a lo que él les contestó: por el ascensor.
Esta anécdota me recuerda la del oscense Mur, hombre muy prudente, al que sus padres, siendo niño, consideraban demasiado tímido. Lo llevaron en tren a Zaragoza y allí lo abandonaron, a ver si se espabilaba. Cuando volvieron a casa, el niño les abrió la puerta y todos extrañados le preguntaron: ¿cómo has venido?, muy sencillo  -respondió- he cogido un taxi.
Antonio ha vuelto de Roma, feliz, transfigurado y me ha traído unas letras de la poetisa oscense Teresa Ramón, cuyos versos sobre el viaje espero con deseo,  como deben esperarlos otros muchos oscenses. Le han asegurado que las castañas llegarán a manos del Papa, que le mandará unas letras, pero lo más gordo viene ahora, y es que ha demostrado un celo profesional poco común como sacristán; no se ha limitado a conservar los ornamentos sagrados sino que pronto vamos a ver enriquecida nuestra sacristía con una casulla roja, que están bordando unas monjas romanas, regalada por Monseñor, para la parroquia en que conoció a María Auxiliadora.
Y aquí nos tienen a los feligreses de Siétamo, esperándola como al Santo Advenimiento y es que este “Trabuco” es “una astraleta mano”.

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