lunes, 15 de febrero de 2016

Pedro Nunilo Gabás

Bar El Temple


Es un hombre de apellidos aragoneses, que cierto día me conoció y escribió en el Periódico del Alto Aragón, este bello artículo, que merecen gozarlo conmigo, él y  sus compañeros de mesa, alrededor de la cual se hallaban en un Bar, a saber, Jesús,Toni y Alfonso. No sé quien quedará   de sus amigos, porque me he enterado que Pedro y dos más, fueron víctimas de un accidente automovilístico, en Monrepós,  cuando bajaban a Huesca, desde un pueblo montañés, en que estaban trabajando de albañiles. Me dolió  la crueldad de su accidentada muerte, que   me hizo recordar  su  espíritu y su humanidad, casi poética, al leer su artículo, cuando recuerda a San Lorenzo, El recuerda a San Lorenzo, pero lleva, después del nombre de Pedro, el de Nunilo. Santa Nunila y Alodia, vivían en Adahuesca y fueron martirizadas en Huesca por los años del 806, cuando tenían diez y seis años aproximadamente.  El joven Pedro, unía a este nombre  el del piadoso   Nunilo y por apellido ostentaba el de Gabás, pueblo que se encuentra en Francia muy cerca de Biescas. Aquí , en Aragón tenemos muchos apellidos pirenáicos,  pues los Pirineos han estado unidos, hasta que fueron divididos, por las Guerras de Carlomagno y el también francés Simón de Monfort, que mató a Pedro II de Aragón.
He hablado con muchos oscenses sobre Pedro Nunilo Gabás. Todos me han hablado de la bondad de Pedro Nunilo Gabás.  José María Javierre Zamora, primo del Cardenal Javierre y su hermano José María gran escritor me dijo que Pedro “ era una buena persona, “un feliz infeliz”, porque miraba siempre el bien de los ciudadanos, dejándose llevar a veces, por impulsos ambientales”. Se adivinabaen él, una buena persona, porque siempre abundaba su bondad. A veces tuvo que pagar las manifestaciones, que promovían los demás, porque, dándose cuenta de su bondad, los promotores de los líos, lo hacían ser uno de los más rebeldes a situaciones que él mismo, no había creado.
Murió en Monrepós, viviendo de trabajar en la Montaña.

Titula  Pedro Nunilo Gabás su artículo: “IGNACIO DE HUESCA; ALMUDÉVAR DE SIÉTAMO”.
Era uno de esos sábados, que temprano me levanto. Sábados que hacen semanas, meses, años, vidas, pero ese sábado me dio un regalo inesperado.
El almuerzo hay que ganárselo siempre .Eso me enseñó mi abuelo, por eso mi andada antes de esa mesa de las diez de la mañana. Templado ando hacia el Temple, para que temple mis cansancios.
Mi chorizo ibérico, mis vinos calatulleros  y al lado, mis olivas negras junto a mis amigos de mesa, Jesús, Toni, Alonso. La mesa está preparada, es un manjar que desaparece en un abrir y cerrar de ojos, menos la boca que obedece a esos pensamientos gastronómicos, y charrada a charrada aparece Anadón con un amigo recién levantados, peinados, en busca de charla. Almuerzo y vino mañanero, cuando de repente se abre esa puerta suavemente y aparece una cabeza, persona mayor, que entra junto a ese airecillo fresco de calle sombrera llamada la Palma, donde el sol no hace daño, es calle casta, de memoria, noticia, historia, y la llevaron a esas modernas calles que no sabemos  dónde  nos llevan, hacia donde van. ¡Cras!, la puerta cerrada estaba ya, y se escuchan unos buenos días correspondidos.
Las miradas eran unas mismas miradas. Miradas de vista, recuerdos y cartas. Los cafés con su olor servidos estaban, cuando no sé por qué, esa persona vieja y culta empezó a hablar. Era Ignacio Almudévar, conocido por todos de oídas, pero vale más una voz fresca que cien oídos de otros oídos. En ese momento eran nuestros oídos los que escuchaban esas voces. Empezó a hablar y a calentar nuestros cafés. Cafés de tertulia que enseña.  Huesca, era su tema. Siguió con Huesca y terminó con Huesca. Nosotros, sorprendidos, no sabíamos si aplaudir  o callar. Callamos, qué remedio, con la cabeza gacha de pequeña gran lección recibida. Así fue como conocí al señor Almudévar, en ese lugar, en ese momento. Nos despedimos y nos fuimos y nos dijo hasta otra, esa otra que fue el diez de Agosto, cuando los danzantes bailaban. Nosotros almorzábamos en el mismo lugar, y llegó otra vez esa persona mayor en edad. Su sabiduría no se mide en años, pero sí su alma de poeta joven. Vino con una carta poética de los danzantes, que seguían danzando, brincando brincos altos hacia esos balcones de abuelas emocionadas por el tiempo y el recuerdo, nos las recitó con fuerza y nervio de joven poeta en ese Temple que templó nuestras emociones, heló nuestras lágrimas y creó un profundo vacío.

Perdone por dedicarle poco rato hablado, pero mucho escondido, en esos escondites del alma que me hicieron escribir esta carta, señor Almudévar. Soy ese pequeño crío de cuarenta años que vio en El Temple y que un sábado cualquiera recibió  un grato, hermoso regalo que no esperaba. Abrí la cinta, rompí el papel y apareció un gran libro que hablaba, era su voz, la voz de Ignacio de Huesca y Almudévar de Siétamo. Encantado de conocerle, señor Almudévar.

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