La Miguelas (Huesca) |
Yo he conocido este
Monasterio desde hace muchos años. Me fijaba en él, siendo un niño, al pasar
por el modernista puente el río Isuela y admiraba la belleza de su conjunto
arquitectónico, sobre el que destacaba y sigue destacando una bella
torre-campanario, que señala el cielo.
Estuve varios años fuera de Huesca y al
fin volví con la carrera de Veterinario terminada. En la parte conventual han
entrado médicos, padres espirituales, como el párroco de la parroquia salesiana
y yo como veterinario fui requerido para “caponar” algunos pollos de su corral,
del que sacaban alimentos para acompañar el pan nuestro de cada día, como
huevos y carne de pollos y de gallinas. A su puerta dotada con muchas y fuertes
cerrajas y cerraduras, me dirigí con ansias de ver el ambiente de unas mujeres,
que trataban de unirse al Señor al tiempo que trataban de unir, con sus
oraciones y sacrificios, a todo el “pueblo de Dios”. Después de golpear en su puerta,
oí ruidos y luego, a través de una ventana conventual, me preguntaban que quien
era yo y que era lo que deseaba. Después de contestar a sus preguntas, se
oyeron unos ruidos más chirriantes que los que había percibido después de
llamar y vi como se abría la puerta. Me encontré con tres monjas, que no
enseñaban nada, ni siquiera sus caras,
que iban tapadas con unos velos que les colgaban en la alto de sus cabezas,
Comenzamos el camino hacia el corral, donde se encontraban los pollos y las
gallinas, pasando por largos y silenciosos pasillos y ese silencio se rompía
con el sonar de una campanilla, que portaba una de las monjas que me conducían.
Con aquel sonido avisaban a las otras “miguelas” o monjas del Monasterio de San
Miguel, de que entre ellas había entrado un hombre, que no sabían ellas si
amaba al prójimo como a sí mismo o era un discípulo del diablo al que su
patrono el arcángel San Miguel, destruye en la imagen que preside el altar
mayor de su iglesia, coronada por bellos arcos ojivales. Llegamos por fin al
corral y sentado yo en un pequeño banco y colocado ante mí un simple quirófano,
consistente en una tabla, sobre la que yacía el pollo, me puse a operar, dando
explicaciones a las monjas que asistían a la operación. Miraba yo alguna vez
hacia arriba y veía caer sobre sus rostros el velo, que habían elevado para
observar mejor la operación, que por lo
visto querían aprender a llevarla a cabo, para no tener que llamar a hombres
que debían creer eran laicos, como yo.
A pesar de su celo, pude
darme cuenta de que aquellos rostros eran iguales que los de otras mujeres de
la calle, pero me parecieron mucho más ingenuos y sonrientes, como monjas
complacidas en la voluntad del Señor.
Pasaron muchos años y me
enteré de que mi primo hermano José Antonio Llanas Almudévar, iba mucho a San
Miguel porque tenía un gran interés en conservar la belleza arquitectónica y el
beneficio para la ciudad de un centro en
que las discípulas de San Elías, profeta
y padre suyo, rezaban y rezaban por todos los hombres y mujeres del mundo. Yo,
cuando pasaba por San Miguel en horas coincidentes con los rezos de las monjas,
me acercaba a las puertas de la iglesia y escuchaba aquellos salmos que
cantaban, como aquel que decía : “In exitu Israel de Egipto , domus Jacob de
pópulo barbaro”. Mi primo quiso dejar un
recuerdo en la entrada a la Iglesia e hizo representar un escudo de Almudévar
en un lado de la puerta. Se murió mi primo que había sido alcalde de la ciudad
de Huesca y entonces deseé ir a contemplar el escudo de mi familia. Al fin lo
conseguí, entrando por la Iglesia y asomándome por la puerta que introducía en
el pasillo, por donde hacía ya muchos años había pasado y al ver no muy bien el
escudo, bajé un escalón que desciende a
dicho pasillo y lo vi durante muy escaso tiempo, porque la monja que me
acompañaba, vio ofendidas las disposiciones que abundan en las reglas del
convento y me gritó : ¡oiga, salga de
ahí!. Y yo obedeciendo sus órdenes salí inmediatamente. Hay un pequeño error en
el trazado del escudo de Almudévar, pero no importa, porque allí está el escudo
de mi apellido, recibiendo el castigo que me quiso imponer la monja. A pesar de
lo que acabo de narrar, la monja es un encanto de persona, porque es amable y
simpática y agradecida. Quiso entonces defender su Regla, como hoy defiende con
sus oraciones a todos los hombres, para que no entren en “el pueblo barbaro”.
Tal vez ya no vuelvan a
entrar en el convento veterinarios,
porque en la última profesión que
se hizo en el convento, emitió sus votos una joven que era y es veterinaria,
quedando convertida en sierva de Dios.
Pero llegó al mundo el día
ocho de Diciembre del año 2007, fiesta de la Inmaculada Concepción, en que iba
a hacer su Profesión Solemne Sor María Gloria de Dios, que puso en la primera
página del folleto de su profesión solemne una atractiva “Imagen que preside el
Templo Parroquial Inmaculada Concepción. El Pardo“.
Por medio de dos señoras que
estaban sentadas a nuestro lado, es decir de mi esposa y mío, me enteré de que
Sor María Gloria de Dios llevaba dieciocho años siendo catequista en el templo
parroquial de la Inmaculada Concepción, pero lo que no me dijeron por qué le
había atraído el Monasterio de la Encarnación de Huesca. Yo me explico que la
nueva hermana carmelita sintiera atractivo, como yo lo siento y todo el que lo
conoce, pero es extraño que en una ciudad inmensa como Madrid, se enteraran de
que existía tan atractivo convento. Tal vez si alguno de sus familiares se
enterara de que el templo era una obra del Rey conquistador aragonés Alfonso el
Batallador. Parecían los alrededores del Monasterio una Pascua a la que acudían
numerosos fieles, ya que por lo menos asistieron más de un ciento de
madrileños. Pero no eran simples madrileños, ya que cantaban los himnos en la
iglesia con gran devoción y con voces disciplinadas y bien sonantes. Pero lo
que nos llamó la atención a mi esposa y a mí, fue la presencia de unos setenta
niños y niñas a los que se les ofreció un lugar cerca del altar mayor, en una
capilla dedicada la Santo Cristo de los antiguos carmelitas de la ciudad de
Huesca. Esos niños y niñas guapos y disciplinados, no causaron ninguna molestia
a los asistentes al acto, que además duró cerca de cuatro horas. ¡Cómo
identificaba la gente a la catequista que había enseñado a tales niños con
su valía personal!. Si, porque aquellos
niños recordaban a “los niños de Jerusalén, portadores de ramos de olivo, que
alababan al Señor clamando y diciendo : ¡Hosanna al Hijo de David!. No llevaban
ramos de olivo, pero llevaban el corazón lleno de amor al Señor.
Cuando empezaron a cantar el
Canto de entrada y cuando decían “mira en torno tuyo, todos tus hijos vienen
hacia ti”, comenzaron a salir por el
coro al altar mayor, sacerdotes, carmelitas, franciscanos, seminaristas y Sor
María Gloria de Dios, todos ellos y ella presididos por el señor Obispo, con el
báculo en sus manos y ceñida su cabeza
con la mitra episcopal .
En medio de la iglesia, con
sus ropas litúrgicas, iluminadas y brillantes, como la casulla del señor
Obispo, el libro alzado por los brazos de un tal vez carmelita, sonaba el
órgano acompañando las voces de las monjas, de los numerosos sacerdotes que
concelebraron el sacrificio de la Misa y de los paisanos de Sor María Gloria de
Dios. Parecía que bajo aquellos arcos ojivales, con sus puntas dirigidas al
cielo, las maderas con pinturas románicas se unían a la Iglesia, para cantar
sin voz gutural, pero sí maravillosa, la Gloria del Señor. Yo creo que es
posible porque el salmo 97 dice: ”Aclamad al Señor tierra entera, gritad,
vitoread, tocad “. Y la organista tocaba y tocaba…Al llegar a la lectura de la
carta del apóstol San Pablo a los Efesios, me acordé de los niños, adoctrinados
por Sor María Gloria de Dios, que estaban bajo el Cristo viejo de los
Carmelitas, cuando decía el lector: ”El nos ha destinado en la persona de
Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su
Gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en
alabanza suya”.
Llegó el momento en que se
celebró el rito de la profesión de sor María Gloria de Dios que quería :”Servir
a Jesucristo, esposo de las vírgenes, en esta familia del Carmelo todos los
días de mi vida” y todos los asistentes contestábamos emocionados :”Te damos
gracias, Señor”. Y el Señor Obispo celebrante, pide a todos los santos su
ayuda, seguida esa petición por el rogad por nosotros de todo el pueblo, que
asistía a un acto tan espiritual y el celebrante exclamaba: ”Escucha, Señor,
las súplicas de tu pueblo, y con tu gracia prepara el corazón de tu hija, para
que el fuego del Espíritu Santo purifique el corazón que se consagra a ti, y lo inflame vivamente de caridad”.
Después de proclamar los
votos de pobreza, castidad y obediencia “por toda la vida, según la Regla y
Constituciones de la Orden de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María,
del Monte Carmelo”, el Señor Obispo hizo la bendición solemne en la que
entraban estas palabras: por estas esposas “florece la santa Iglesia con la
admirable variedad de dones, como esposa adornada de joyas, como reina vestida
de majestad, como madre que se alegra por sus hijos”. Recibió la santa comunión
y para que durante toda su vida fuera fiel a Cristo, le entregaron un
crucifijo, la Regla y Constituciones de la familia carmelita y un Breviario, para que toda su vida eleve ante el padre un
Cántico nuevo.
La gente con su corazón
lleno de alegría canta: ”Porque mira, ha pasado ya el invierno, han cesado las
lluvias y se han ido, aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las
canciones ha llegado” y no pudiendo aguantar, con las palmas de sus manos
acompañaban con palmadas la emoción de aquel canto.
Para acabar, en aquella iglesia se oía cantar la Salve
Regina, Mater misericordiae, Vita
dulcedo, Spes nostra Salve.
Era tal el entusiasmo que la
multitud se puso a aplaudir al Señor y a las hermanas carmelitas, que habían
acogido entre ellas a Sor María Gloria de Dios.
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