Estando de tertulia con Sorribas, en su finca, al lado del Montearagón,
llegó su cuñado Lorenzo Pardina para echar un cortado en su camino al pueblo de
Adahuesca. Estábamos hablando de músicos y de joteros y al escucharnos, se
despertó su memoria y comenzó a hablarnos de la vida musical, que vivió en su
juventud y que ahora  lo llenaba de  encanto, 
porque se acordaba de aquellos tiempos, que ya no volverían y tal vez
porque dentro de sí mismo estaba escuchando los sonidos de su violín y su
propia voz, cuando cantaba acompañado por la orquesta. Animado por esos
recuerdos se puso a hablar de los Ciegos de Laborda, que se encuentra encima de
Aisa. En tal pueblo funcionaba una excelente Orquesta de Ciegos, a los que
Lorenzo Pardina conocía, ya que en numerosas ocasiones les hacía la competencia
con su violín Stradivarius, que todavía conserva, y con su voz. Reconoció
entonces que aquellos ciegos eran mejores músicos que los que formaban orquesta
consigo  mismo. Reconoció que por ser
ciegos tenían un oído  de gran
sensibilidad, que tal vez compensaba la pérdida de su vista, con una
agudización de su oído musical. Le pregunté a Lorenzo cuales eran las canciones
que en aquellos viejos tiempos cantaba y él me contestó que en Barbastro, había
interpretado a los ciegos de Laborda aquella canción que decía  así: ”La hija de Don Juan Alba-dicen que
quiere  meterse   monja- y su novio no la deja y ella dice,
que no importa”. Ante aquella memoria de los Ciegos de Laborda, no pude menos
que recordarles a los Ciegos de Siétamo. Así llamaban “a dos mozos sietamenses,
de los cuales el mayor se llamaba Eduardo Burgasé Artero y era ciego; tañía las
cuerdas de la guitarra, en tanto su hermano Pedro Antonio veía, aunque con
gafas y con su pelo  rubio y tocaba el
violín. El padre de los ciegos era de Casbas, donde un año en que allí subieron
a segar, se encontró con un ciego que era Maestro de Música, llamado Manuel Colomina.
El hombre se dio cuenta de que si sus hijos aprendían a tocar, se ganarían la
vida y si iban juntos los dos hermanos, se defenderían para  ganársela mejor. Comenzaron a actuar por los
años de mil novecientos veinte. Antonio se casó con Teresa Cuello, hermana del
Maestro de Música Eduardo Cuello, que fue muchos años profesor  de Música y murió en Casa de Carderera. Unas
veces cantaban canciones para divertir a la gente, como: ”carrascal,  carrascal, qué bonita serenata, carrascal,
carrascal ya me estás dando la lata”, pero otras cantaban canciones
sentimentales, como aquella que decía: ”Ay, Maricrú, Maricrú, maravilla de
mujer, del barrio de Santa Cruz tú eres un rojo clavel y por jurarte yo
eso,  me diste en la boca un beso, que
aún me quema, Maricrú”. Sorribas, se acordó de lo que le contaba su padre,  allá en Ibieca, en los años veinte y se
expresó así: Guitarrillo de Siétamo le vendió una carga de leña al Maestro de
Fañanás y como nunca le pagaba, bajó una noche y le cantó esta jota:”Señor
Maestro de niños-del pueblo de Fañanás-aquella carga de leña-¿cuándo me la
pagará?”. Sorribas me emocionó porque la letra de esta jota, la expresó
cantando, con un noble sentimiento aragonés, 
pues convirtió la música en oración y como estaba  rezando, le salía la jota  del corazón.  
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