Caminaba
yo por la calle y llevaba en mi cabeza
una pelambrera, en lugar de un buen pelo y al pasar por una peluquería pensé:
más valdría que aprovechara la ocasión para esquilarme, ya que aquí hay un
peluquero que es capaz de cortarle los pelos al diablo y si así sigo, luego me
saldrán pelos en el corazón.
Entré
en dicho establecimiento y el artista de los cabellos me saludó con gran
amabilidad y cuando acabó de rasurar a un cliente, empezó a hacerlo conmigo, al
mismo tiempo que preguntaba si yo había sido rubio o castaño. Por este detalle
me di cuenta de que estaba ante un auténtico profesional, pues su conversación
giraba en torno a los cabellos de sus clientes, que eran los que él, siempre se
había dedicado a higienizarles. Total que con tal conversación, nos lo
pasábamos los dos “al pelo”.
Yo
le dije: por aquí te habrán pasado melenudos, como leones y otros de cabello
crespo y rizado y algunos rubios de cabellos sedosos y finos. Asintió a mi
observación, añadiendo: también he atendido a barbudos, a bigotudos, a calvos a
los que hay que arreglar a unos sus barbas y a otros los bordes de pelo que se
apoderan de sus cuellos. Hay personas que como los calvos no poseen pelos en la
cabeza, pero no tienen un pelo de tontos
y algunos no tienen ni un pelo en la lengua. Hay algunos que lo hacen todo a
pelo, como subir en su caballo o en su burra a pelo o a contrapelo. ¡Qué
difícil debe de resultar relucirle el
pelo a quien lo tiene implantado en varias direcciones o a quien lo tiene como
sí fuera pelusa de melocotón!.
El
peluquero o barbero tiene un ilustre nombre, pues se llama Augusto, como el
César Augusto que inmortalizó a Zaragoza, capital de Aragón y en tal Autonomía
nació, siendo hijo de otro peluquero y
barbero de Fraella, Tramaced y Marcén. No fue el famoso Barbero de Sevilla,
pero ha sido y es todavía un augusto barbero y peluquero de la Urbs Victrix
Osca. ¡Cómo atravesaba aquellas distancias unas veces andando y otras en
bicicleta!, aunque al principio tenía que hacerlo sobre una
burra, montándola a pelo.Cortaba el pelo a las mujeres a las que aplicaba el
estilo “garsón” y a muchos hombres les cortaba el cabello a la parisién.
El
pelo era sagrado, pues muchas jóvenes se dejaban una larga trenza, que sólo se
cortaban cuando iban a casarse y luego la colgaban en el salón o en la “sala
güena” de su casa, donde la guardaban para que sus descendientes la
contemplaran y se acordaran de ellas en sus oraciones. Pero hace pocos días,
encontré en un anticuario un cuadro con la fotografía de una pareja
matrimonial, que a pesar de ser ya de cierta edad adulta, estaban manifestando
su felicidad, pero entre el cristal y el marco y rodeando sus figuras, daba la
vuelta al cuadro una trenza, que pertenecía a la esposa, que después de llevarla
colgada durante muchos años, al cortársela, la enmarcó con su persona y la del
ser amado. En alguno de esos cuadros que se hacían nuestros antepasados,
aparece el matrimonio con su aspecto de felicidad y rodeados por una estela
capilar o trenza de la señora en su juventud, que les da a ambos miembros de la
pareja, un nimbo que recuerda y que
desea una vida de sacralidad. ¡Oh, inefables cabellos!.
Pero
no sólo eran las mujeres las que hacían tan larga ceremonia con sus pelos, sino
los toreros que se dejaban su coleta, que recogían en su nuca, debajo de la
montera. Su tradición todavía no se ha perdido, porque ahora, aunque no llevan
su coleta natural, se la ponen artificial cuando tienen que torear. Y los
grandes toreros, cuando llegan a su retiro, si no han sido corneados y mandados
a la gloria, en la corrida de toros que corren cuando celebran su jubilación,
se cortan la coleta, no sé sí ellos mismos o por la actuación de algún famoso
peluquero.
La
fuerza no sólo la de los músculos, sino la de la inteligencia si no vienen de
los pelos, con ellos están relacionadas. El famoso poeta gallego Don Ramón Del
Valle-Inclán, llevaba colgada de su cara una larguísima barba, que era como una
antena que le hacían captar la poesía y componer los ritmos literarios. En la enorme
cabeza de Einstein brotaba una grandiosa melena, completada con su bigote y por
aquellos cabellos entraban los cálculos matemáticos que le condujeron a emitir
la Teoría de la Relatividad. Y las mujeres con sus melenas han dado pruebas de
su fuerza física y del poder de su amor; hace unos días se vio en la televisión
a una hermosa mujer, engancharlas en el tiro de un enorme autobús y ella
agachada sobre una escalera, hacía presión con sus manos y sus pies sobre las
escalas y lo arrastraba. Pero leyendo la Biblia, la bella Dalila, en el siglo
VIII antes de Cristo, tenía unos cabellos prodigiosos no sólo para enamorar,
sino para traicionar al gran Sansón, un hombre fornido, que triunfaba sobre los
filisteos; éstos que se veían perdidos encargaron a Dalila que lo enamorase y
se enterase del misterio de sus fuerzas. Y es que Sansón tenía una pelambrera
descomunal, que le llevaba a vencer a cualquier enemigo que se le resistiese,
por ejemplo dicen que cogió con sus manos un melenudo león y le descoyuntó sus mandíbulas.
Pero con Dalila el problema era diferente, porque sus cabellos le encendían su
corazón en amor, al entrar en contacto con los abundantes, bellos y perfumados
de Dalila, que llegó a darse cuenta del misterio capilar de su enamorado y le
cortó el cabello. Entonces Sansón perdió sus fuerzas y cayó en manos de los
filisteos sus enemigos, que se ensañaron con él y le sacaron los ojos. Estuvo
atado en una columna del gran salón donde ellos se reunían y no previeron que
el pelo crece y que aunque aquellos “pelillos fueran a la mar”, volvían a
desarrollarse, como lo tiene comprobado Augusto, cuando después de un mes o de
dos, vuelven a sentarse en su sillón aquellos a los que había cortado el pelo.
Y a Sansón le crecieron los pelos de su cabeza y cuando él mismo calculó que ya
tenía bastantes energías para desarrollar sus fuerzas, se agarró a una de las
columnas a las que estaba atado, la forzó e hizo caer el edificio sobre él
mismo y sobre los numerosos filisteos que dentro de él estaban.
Estaba
un calvo escuchando nuestra conversación y un poco mosqueado por nuestras
alusiones a los calvos, exclamó: todos los burros tienen buenas pelambreras,
porque yo no conozco ninguno calvo. Augusto le contestó: yo tampoco conozco
ningún melón que tenga pelos.
Ser
calvo, en estos días no supone ningún inconveniente, porque muchos que no lo
son, se afeitan la cabeza y ya es raro ver a alguien que se ponga una peluca.
Además, sin llevarla, muchos lo aparentan porque su pelo se lo pintan de
vistosos colores, que no tienen nada que ver con la naturaleza humana y uno ya
duda si la fuerza física y la fuerza de la inteligencia y del espíritu tienen
que ver algo con los pelos.
Pero, leyendo a Antonio
Machado, comprobé como también él, sentía la luz de los cabellos, cuando se expresa
así: ”Quiso el poeta recordar a solas,- las ondas bien amadas, la luz de los
cabellos- que él llamaba en sus rimas rubias olas”.
Aquellos
pelos estaban relacionados no sólo con la inteligencia y la poesía sino con la
propia vida, porque en épocas que yo todavía he conocido, los barberos eran los
practicantes de los pueblos y daban inyecciones a los enfermos y hacían
sangrías y vendajes. Yo me acuerdo del señor Valeta, que en el Coso Alto de
Huesca, se ocupaba de la higiene y de la belleza del pelo de sus clientes, al
mismo tiempo que cuidaba su salud. Lo mismo hacía el Señor Jorge de Siétamo,
que además de ser barbero, después de la Guerra y vestido con su blusa negra,
igual que la que llevaban los tratantes, inyectaba a los habitantes de mi
pueblo y a mí, me cosió una brecha que me hice en la cabeza, cuando sobre una
burreta torda, subía montado de la fuente, a pelo sobre ella y me tiró al
suelo.
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