Estaba sentado con mis amigos,
alrededor de un velador, para tomar un café, en el “Bar Galileo”. Desde aquel observatorio, dos o tres días antes, mirando al cielo, que
se levanta sobre una enorme Plaza, en cuyo centro se abre un inmenso espacio de
tierra, en el que se conserva, cerrado hace ya años y donde está ya parado, un taller
de automóviles. Desde nuestro velador, admira uno la belleza de aquel cielo, en
cuyas alturas vuelan golondrinas y acuden a nuestras mesas gorriones
que esperan
que los clientes les partan trozos de pan, que les echan para que acudan
a comer las migas que les echamos. Aquella tarde volando por encima del
solar,
volaba un ave de rapiña que daba
vueltas por el aire, al enorme solar. En éste hay árboles en los que anidan
picarazas y crían a sus hijos. Esta ave de rapiña espiaba los nidos que en
esos árboles, en cierta elevada altura, habían construido y esperaba dando
vueltas volanderas, alimentarse de algún pequeño pájaro, hijo de las picarazas.
Volaba esta ave de rapiña, sobre la gran plaza y le daba vueltas desde lo alto
del cielo y giraba y giraba, dando vueltas para vigilar un nido de picaraza, en
el que esperaba apoderarse de alguna pequeña cría. Yo desde mi observatorio,
instalado sobre una mesa rodeada de sillas, miraba y remiraba volar al ave de
rapiña y de vez en cuando, desde la copa de un árbol, en el que colgaba en una rama
el nido de una pareja de picarazas, salía con un vuelo rápido una de las dos y
se elevaba sobre el ave de rapiña y la amenazaba con su ataque. Se contemplaba
al ave de rapiña volar por las alturas de aquel terreno casi despejado, pero de
repente se lanzaba en su persecución la picaraza y volaba por encima del ave de rapiña, cuidando
que desde una situación superior, no pudiera alcanzarla. Se veía una
situación de ataque de la picaraza, de un tamaño mucho menor que el ave de
rapiña, procurando conservar una situación en el aire más elevada, para que el
milano no la atacara con violencia.
Pero no ha sido ésta observación
la única que he podido hacer en las
alturas del cielo, sino que en el suelo, es decir en el antiguo taller que dejó
de funcionar hace ya muchos años, que he podido contemplar animales no
volanderos, sino amigos antes del hombre en sus hogares, en sus cocinas y que
ahora se ven expulsados de vivir en
compañía del hombre. Ahora viven en compañía los gatos, que antes lo hacían con
los seres humanos y penetrando en aquel taller abandonado, por pequeñas roturas
de paredes y suelos, pasan su triste vida, esperando que buenas personas, los alimenten. En aquel edificio abandonado, viven
los gatos abandonados por el hombre. Y cuando paso por la entrada a su pobre
domicilio, me miran con esperanza de ser acariciados, mezclada con temor a ser
apaleados por alguna persona, que no se siente sensible ante su soledad.
Yo conozco a una señora, que ha
cuidado esos gatos durante muchos años, a la que veía pasar por aquel edificio
abandonado y les proporcionaba alimentos. No sé si esperaba que fueran felices esos gatos con los
alimentos que les proporcionaba o sólo
podía consolarlos de su abandono. Pero la bondadosa señora no se ha
olvidado de los gatos abandonados y otras mujeres la han remplazado. Y me he
enterado de que una buena mujer ha comenzado su buena misión de apoyar a los
gatos abandonados. Esta se sentó en el mismo velador en el que yo me encontraba
con un amigo suyo. Y yo escuchaba su preocupación por aquellos desgraciados
gatos, y llegó un señor, desconocido por mí, pero que con su conversación me
enteré de que era un Médico, que se dedicó durante su vida profesional a vender
distintas especies de animales y a darles un tratamiento. Era un médico
idealista y acabó arruinado en su amorosa dedicación
a las personas y a los animales. La joven que se
iba a hacer cargo de cuidar a los gatos abandonados, hablaba y hablaba con el
Doctor y ninguno de los dos, me escuchaba las preguntas que yo les hacía. Al
fin, se levantaron de las butacas que ocupaban y se fueron andando al ruinoso
edificio, que acoge a los gatos.
Yo me quedé pensando en el cariño
que el Doctor y la señora que iban a cuidar de los michinos, iban a repartirlo
entre ellos, pero yo me quedé pensando en la difícil tarea de esa pareja humana
tan amante de los gatos.
El Doctor y su esposa se negaban
a consumir los medicamentos que por un tiempo los había hecho ricos y deseando
la esposa su muerte, no se moría, pero sufría al verse tan afectado por la muerte
que les amenazaba. Le pregunté su
identidad, pero no quiso contestarme. Sólo quería su muerte, pero no deseaba
vivir por más tiempo.
Desde mi silla contemplé como
unidos caminaban a la pobre residencia de los gatos abandonados, pero no
conseguí enterarme en qué habían quedado para hacer felices a aquellos pobres
que esperaban su muerte.
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