Recuerdo, cuando tenía solamente cinco años, como miraba por la ventana de la habitación de mis padres, cuando la noche veraniega se había lanzado sobre el paisaje arbolado que desde esa ventana se dominaba.Se oían correr las aguas del río Guatizalema, acompañado dicho sonido con el que producían las que brotaban de la fuente temporera del Valdecán, que estaba casi debajo de nuestra casa. Era de noche, pero, gracias a la luz de la luna llena, que con su aspecto de gran cabeza redonda, con sus ojos, su boca y su nariz, también se miraba el ajardinado paisaje de “A Fondura” y era esa luz, reflejo del sol, la que me permitía mirar aquel mundo, que se había hecho misterioso y obligaba a pensar en el pasado y en el futuro de los hombres, en su evolución, en su muerte y en su resurrección. No pensaba todavía en el amor, pero lo sentía hacia mis padres, mis hermanos, mis tíos y amaba a la señora Concha y al vaquero y al hortelano y al pastor Silvestre.
Aquella visión estaba acompañada
musicalmente por el tumultuario canto de las ranas, que también contemplaban el
paisaje y se alegraban con la presencia de la luna con la agradable temperatura que las acompañaba.
Aquel jardín era un ambiente
rústico, que se va perdiendo, porque entre otras cosas ya no se oye cantar a
las ranas.
Más tarde, cuando pasó la Guerra
me di cuenta del cultivo universal de los jardines, desde los de Babilonia,
pasando por los del antiguo Egipto, de Grecia y de Roma, donde los adornaban
con sus esculturas clásicas del dios Baco, que adoraba al vino o de la diosa
Venus latina y Afrodita la griega, que era el símbolo del amor.
He estado en Madrid y he podido
contemplar el jardín de los Duques de Osuna, al que llaman “El Capricho” y me
he dado cuenta de cómo en él se pasa el tiempo descansando el cuerpo y haciendo
pensar al alma. Se crea en su entrada la duda entre la vida y la muerte, por el
ruedo torero, en el que se jugaba riendo y llorando con los toros; había
después un lugar donde se efectuaban los duelos de pistola, jugando también con
la muerte. Se encontraba allí mismo un bello edificio pequeño pero de corte
clásico, llamado el Abejero, donde por
su cara sur estaban las entradas de las colmenas y desde dentro, amparados por
una pintada cúpula, miraban los nobles, a través de los cristales, que
pretendían jugar el juego pastoril o campesino y meditaban en las
transformaciones que la Naturaleza realiza. Se alzaban estatuas de dioses
clásicos y presidía el jardín una ermita, antigua y restaurada
intencionadamente por los nobles.
También en Huesca estuvieron
cultivados los jardines de los Lastanosa,
rodeados de museos y de sociedades de literatos y filósofos, como
Baltasar Gracián. En ellos había multitud de especies vegetales, tigres y
avestruces, que causaban la admiración de oscenses y forasteros y hacían
filosofar a las mentes humanas.
Un poco hacia el Este, había un
parque natural lleno de pinos, cuya desaparición fue criticada por muchos
oscenses. También en él, se daba el descanso, se practicaba la gimnasia y se
meditaba, pero en invierno resultaba excesivamente frío. Ha sido sustituido por
un jardín, que yo creo que hará olvidar las lágrimas derramadas por la tala del
anterior, aunque se conserve su recuerdo, porque yo al volver de pasar el
verano en Siétamo a Huesca, me he mirado por la galería del Este de mi piso y
he visto al fondo unos árboles frondosos, que me recuerdan los del río
Guatizalema, delante de ellos un paseo, por el que pasa un canalillo, como pasa
en el jardín de “El Capricho “ de Madrid, con bancos que invitan a sentarse y
plátanos que en verano producen sombra. Protege el paso de las personas una
barandilla metálica, que permite apoyarse en ella para contemplar un estanque
en el que yo no sé si cantarán las ranas, pero que me hace recordarlas. Tiene
el estanque una, podíamos llamarla playa, sin arena, sino de bello pavimento,
rodeado o más bien requebrado de líneas, que en otros tiempos fueron de piedras
de sillería y hoy está hechas de hormigón y que albergan entre ellas un verde
césped. Hay caminos o paseos por los que se recorre este hermoso jardín,
sembrados con bancos para reposar en ellos. Acaba el jardín, substituyendo el
césped por plantas rastreras, entre las que se encuentra la alegre y llena de
recuerdos, hiedra, con algunos árboles pequeños, que yo creo que crecerán, como
unos pocos que ya son grandes y que se encuentran en la cara norte del jardín.
Me he llevado una sorpresa al
contemplar las numerosas caras redondas de las farolas, que imitando a la luna llena, iluminan por la
noche el paseo, la acequia, el estanque,
el césped, la hiedra, y los bancos del jardín.
Así, como en mi pueblo pasa por el sur la carretera, en
este pequeño parque pasan los coches por la calle de Don Vicente Campo.
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