“Miruflí y Miruflá - se querían casar - y querían vivir – a la orilla del mar”. Esto dice la canción, pero en ese pueblo que está encima de Huesca, Urbez y Amanda eran los que se querían casar y querían vivir en el Altoaragón. Confesores, asesores, consejeros familiares, alcahuetas y beatas, prejuicios y zarandajas no los dejaron casar.
El fin del mundo vendrá cuando los ciclos estelares, solares y nucleares se interrumpan y el del hombre físico vendrá cuando se quiebre el ciclo de Krebs.
Para los dos enamorados llegó el fin, cuando quebraron el ciclo de su amor. El hombre vendió todos sus bienes, tomó los billetes y los quemó en el Bar, delante de las gentes del pueblo. El no se quemó, porque no era partidario de interrumpir los ciclos; a él se lo habían interrumpido y simplemente se fue a esperar, en un corral de su familia, se subió por una escalera de mano a un cañizo, clavado sobre unos maderos, cubierto por teja vana, con el horizonte abierto por delante a las diarias puestas del sol, que le producían cierta envidia, porque indefectiblemente, cada tarde el sol cumplía su ciclo y él tenía que esperar muchos ciclos, día tras día. Y, como sabía que él tenía cortado su ciclo esperaba y esperaba el fin del mismo.
En verano se asaba como una momia en el desierto y en invierno se helaba a trozos, que se iban desprendiendo de los pies y que él mismo ayudaba a que cayeran al corral, donde las gallinas acudían presurosas a picar, para después poner huevos, de los que saldrían pollitos que darían continuidad al mítico ciclo, del que la gente se sigue preguntando desde hace siglos, si fue primero la gallina o el huevo.
Algún familiar suyo le llevaba todos los días la comida y se la subía por la escalera de mano y se la alcanzaba al que estaba esperando su fin.
Amanda, la digna de ser amada, entre tanto tomando entre las piernas el mundillo, hacía encaje de bolillos y con ese encaje, jugaba el gato y lo arrastraba por la escalera de la casa hasta la gatera del portal; por allí empezó a asomar la tira del encaje de bolillos y otros gatos lo arrastraron por las calles y caminos hasta que las picarazas lo enredaron en un zarzal de moras. Tenía la buena Amanda los ojos almendrados y de tanto lanzar palillos a los lados del mundillo y seguirlos con la vista, se le iban almendrando cada vez más, hasta que llegaron a parecer los ojos de una bordadora china.
En Febrero, cuando florecían los almendros, a Urbez le dejaban de caer trozos de su amor desde el cañizo y los dos miraban la flor, cuyo aroma les aproximaba el viento. Entonces se producía el milagro de unos ojos almendrados que parecían sonreír a la flor, que cumplía su ciclo y el prodigio de una momia que aspiraba el olor de un ciclo vegetal.
La espera, por unos días, se convertía en esperanza.
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