¡Cuantas veces he escuchado la
siguiente copla!: ”A varear la oliva- no van los amos;-a varear la oliva- van
los ancianos”. No va nadie porque no quedan casi labradores que cultiven esas
oliveras y de estas, tampoco queda casi ninguna. El que lo quiera comprobar,
que venga a Siétamo, el pueblo donde yo nací y lo acompañaré por el monte. Quedan
en mi pueblo cultivadores de cereales, pero el cultivo de las oliveras, ya ni
les era rentable. Al arrancar olivos, les pagaban por su leña algún dinero,
pero luego la regalaban para sacársela de delante.
Muchos olivos los compraban,
aquellos que en sus chalets de la capital, los plantaban y donde adornaban los
jardines. Algunos los regalaron a los industriales de Huesca, que los plantaron
en sus amplias calles.
Era el olivo, el árbol de
Minerva, la diosa de la Sabiduría. Sobre los olivos se posaban placenteras, por las noches, las lechuzas y los cabrerizos,
que con sus chist-chist, imponían el silencio en la oscuridad. Con sus troncos
retorcidos, parecían austeros anacoretas y en sus “tozas”, que se ensanchaban
en la tierra con la que contactaban, se escondía algún conejo. Y las hojas del
olivo, de color verde-oliva por sus caras y de un blanco de plata por el revés,
sonreían al tremolar con el soplo de un ligero viento. Daban los olivares, al Somontano, un aspecto, que para mí, sin
haber nunca viajado a Palestina, me recordaban este País Bíblico. Las oliveras,
además de olivas, daban con la limpieza de sus ramas, que se suministraban de
pienso a los corderos en los corrales, unas hojas que se las comían con gran
placer. Después de despojadas las ramas de sus hojas, calentaban a las familias
en el hogar. Las olivas se salaban unas veces y otras se adobaban y se comían
unas de color negro y otras como aceitunas verdes. Como los griegos clásicos
había somontaneses que merendaban con
una “zarpada” de olivas, una corteza de pan o un casco de cebolla y acompañaban
su placer con un trago de buen vino.
El aceite era un licor sagrado,
que producía en los Molinos de las olivas, con qué, allí se iban a moler. En la
Virgen del Viñedo, entre Castilsabás y Santolaria, se conserva y se da a
contemplar un molino de aceite, que fue de los vecinos de varios pueblos
próximos. El aceite era sagrado, pues con su aceite, convertido en óleo,
aplicaban unturas en su piel y se purgaban
ellos y a sus animales de los dolores intestinales. Como los antiguos griegos,
el aceite lo usaban como bálsamo contra las quemaduras. Pero no sólo aplicaban
su poder curativo en sus intestinos, sino que cuando una vaca estaba
indigestada, se le daba una botella de aceite por su boca para que le eliminara
aquella indigestión.
Pero no fue sólo el aceite, el
medicamento que todo lo sanaba, sino que mantenía la vida de los somontaneses,
a los que alimentaba. En Casa Almudévar de Siétamo, como en otros municipios
del Somontano, conservamos unas pilas de piedra, algunas tan altas como un
hombre y cerradas por arriba, con una tapadera de madera, en la cual se
encuentra una cerraja de hierro. En esas pilas se guardaba el aceite, que era
la linfa de los patrimonios como el vino era la sangre de los mismos.
¡Qué pocas oliveras quedan en el campo!. Algunas, porque vegetaban en una margen y su dueño,
por una nostalgia ancestral, no razonada pero sí reflexionada, las dejó vivir
para poder contemplar su “vista bella”. Lo peor es que al no podarlas, ni picar
la tierra donde se levantaban, ni echarles estiércol, las hojas permanecían
tristes y así, como antes la vejez de
las oliveras era venerable, ahora es miserable.
Quedan en alguna parte olivos en
algún campo yermo, que ya no se cultiva,
porque su dueño emigró y no tiene necesidad de venderlo. Lo guarda como un
viejo don de sus antepasados para dar
golpes con largas varas, para que caigan
olivas, sobre los mandiles extendidos por la tierra. Ya no acuden los amos, pero tal vez algunas
personas mayores, por no llamarlas viejas, que les duele ver como se estropean
o las olivas las devoran las aves, si olivas, que antes eran un don de los dioses.
Pero hay otros seres en la Naturaleza, más madrugadores que esas personas que
acuden a cogerlas. Y esas tordas y zorcicos, a los que les disputan las olivas las falcetas o
falciños y otros pájaros, que gracias a
Dios, todavía quedan por los montes
En mi pueblo, los olivares han
sido substituidos por los girasoles, por aquel dicho, que reza: a rey muerto, rey puesto. Las oliveras han
sido substituidas por los girasoles. También estos tienen su belleza, cuando
por la mañana, todos ellos miran con sus cabezas inclinadas hacia el sol, con
el que reparten reflejos o brillos dorados. Puede ser que las pipas de girasol,
que tienen un color de oro, dejen más dinero que las olivas del olivar, que
tienen un color de plata, pero en muchas zonas se están volviendo a plantar los
olivos que además de bellos, producen oleos milagrosos.
Sí, plantan olivos, que
vivirán durante cientos de años y esos
olivos conocerán generaciones de familias, que les darán cuidados con distintos
medios, pero todos con el mismo fin. Vivirán también en el ambiente de esos
olivares cholivas o lechuzas y mincharras. De vez en cuando, una olivera más
gallarda, será la capital de una comarca, en la que vivirá determinada especie
animal.
El girasol relumbra, casi
enlucerna o deslumbra con su brillo. Da bellos paisajes, pero no tan duraderos
como los que proporcionan los olivares, porque su belleza es flor de un día. Parecen
los campos de girasoles, como conjuntos o ejércitos de “mayoretes”amarillas,
doradas, organizadas en perfectas filas. Acaso se presentan como un alba de
oro, un renacer de la tierra. Desde luego que son amables las pipas con las
abejas y con los niños, que se saturarán de escocotar pipas.
El que no se consuela es porque
no quiere.
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