¿Quién me presta una
escalera
Para subir al madero,
Para quitarle los clavos
A Jesús el Nazareno?
(Saeta popular)
Los andaluces cantaban y todavía cantan esta saeta, que es
una bella muestra de su sensibilidad ante el sufrimiento, en este caso de Jesús
el Nazareno. También en nuestros pueblos existía esa sensibilidad, pero en
lugar de inquietarse por quitarle los clavos, les preocupaba más liberar de la
corona de espinas, la cabeza de Jesús; tal vez los altoaragoneses,
acostumbrados al amable abrazo del cacherulo, no soportaban ver el tormento causado por por el cruel
abrazo de las espinas y en lugar de cantar ese deseo, atribuyeron a las
golondrinas la piadosa costumbre de despojar al Crucificado de tan bárbaro
cacherulo. Nuestros niños tenían como una de sus diversiones preferidas,
coger nidos de toda calse de pájaros,
pero siempre respetaban los de las golondrinas. Nuestro pueblos nos enseñaron
ese respeto y siempre causaron las golondrinas en nosotros, una veneración
religiosa.
Hay otras diferencias más notables, entre el norte y el sur
de España, en lo que se refiere a la Semana Santa. En Andalucía las procesiones
son más pomposas, las flores adornan los pasos y parecen mitigar el dolor, incluso
el de la Dolorosa, las vestiduras de la imágenes son lujosas y brillan las
joyas en ellas. Aquí las procesiones son más severas, como si consideráramos
más el dolor y la muerte que los andaluces, tan vitalistas, que parecen intuir
con clarividencia el triunfo sobre la muerte, la Resurrección, en medio de una
primavera exultante. Pero también tenemos diferencias entre la del Santo
Entierro de Huesca y las que recorren las calles de nuestros pueblos, cuya
escasa población no les permite poner pasos espléndidos de arte, pero costosos
para los cofrades, más numerosos en la capital.
Hay lugares donde el único paso no es tal, sino una
representación viva de Jesús con la Cruz a cuestas, en que el portador va
vestido de nazareno, con la cara tapada e inclinado hacia delante por el peso
del leño; va descalzo y en sus tobillos se atan pesadas cadenas que arrastraban por el suelo lleno de guijarros, hace
algunos años. A su lado van otros dos nazarenos, que cogen cada uno una soga
atada a la Cruz. Marcan un paso rítmico en medio de un silencio impresionante,
pero no total, pues al sonido metálico de las cadenas se unen los de las
matracas y caarracas, más el que producen
los grillos que parecen, en la
noche, unirse a la celebración.
Las estrellas titilan en el cielo y en las barandas de los balcones, mediante dos placas
metálicas, se prenden faroles, dentro de cuyos cristales brillan tímidas y
vacilantes las llamas de las velas. Esto ocurre entre otros pueblos en Siétamo
, en Colungo y en Campo, haciendo notar que en Colungo portan un estandarte altísimo y que en Campo
las mujeres portan en una “peaina” a la Virgen Dolorosa.
En las torres de las iglesias sustituyen el doblar de las
campanas con sus tañidos por el girar de la manivela de la matraca con sus
percusiones o roces con sonido de madera. Los niños estaban antes bien
provistos de matracas, que resonaban por nuestros pueblos con el mismo tipismo
que, aún ahora, resuenan los tambores en
Teruel. Las había de martillos, de uno o de varios, que percutían sobre una
tabla; las había con una a modo de estrella de madera, sobre cuyas puntas
giraba una lengüeta que las golpeaba, produciendo su consiguiente sonido; otras
consistían en dos placas también de madera, unidas en un extremo con una bisagra,
que se golpeaban entre sí. Toda la Semana Santa estaban en marcha y en el
Oficio de Tinieblas, se emulaban los niños en hacerlas sonar, en tanto los
mayores golpeaban los bancos con las manos, los bastones o lo que bien les venía.
En Huesca, en el Vía Crucis de Salas, el que no tenía carraca, cogía un cajón
de aquellos de tan buena madera y con un palo lo “trucaban firme”. ¿Cómo no se les ocurrió lo de los tambores igual
que en Teruel?.
Me acuerdo de que en mi pueblo, el Viernes Santo por la mañana
y antes de la ceremonia por la que el sacerdote comulgaba con la Sagrada Forma
del Monumento, los niños íbamos “a matar al diablo” con las matracas, al tiempo
que gritábamos: ”A matar al diablo, que está en el estanco, el mundo de
rodillas, a romperle las costillas y viva el Monumento que está Cristo dentro!”.
Algunas veces un chico se vestía de diablo con cuernos y todo y ¡pobre de él!, que
en ocasiones se llevaba alguna pedrada.
Ahora, con las vacaciones, muchos no consideran la Semana
Santa, pero de vez en cuando alguno sufre su pasión particular por un hijo
muerto contra un árbol, no el de la Cruz ”in quo Cristus pependit”, sino en
otro cualquiera, convertido a su vez en Cruz.
Machado añade a la saeta que encabeza el artículo, algunos
versos más, como el que reza ”¡Oh, no eres tú mi cantar!, ni quiero, a ese
Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar!”.
Algo así debió sentir la periodista Mariuca Lomba, cuando en
la “Nueva España” del 21-III-1985, escribía: “¿Por qué el despliegue de gentes, flores, funerales de despedida a
siete jóvenes muertos y no se hace en la misma proporción para recibir a los
dos que regresan con vida a sus hogares?”.
Cristo resucitó y nos dijo que amemos como hermanos a los
que viven, que será el mayor provecho que podamos sacar de la Semana Santa,
pues los muertos están ya en el seno de la Dolorosa y en el Reino de Dios.
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