La vida, Sras. y Sres., tiene sus encantos
y si no los tuviera, habría que inventarlos, porque el encanto es aquello que
suspende siquiera por un momento las penas del alma, causa admiración y llena
de gozo los sentidos. Eso es lo que a mí me pasa en presencia de un niño o de
una bella mujer. La vida moderna tan materialista y tan agitada, nos impide
fijar nuestra atención en aquello que podría causarnos encanto y cunde el
desencanto, en el que lo ha poseído alguna vez, un estado carente de encanto
melancólico en el que no lo ha poseído o una angustia en el que lo busca; por
eso los niños que son todo encanto e ilusión dejan de serlo tan pronto. Menos
mal que quedan los poetas, que son capaces de encontrar el encanto en personas,
en animales y en cosas, que los enamoran o encantan. "¿Qué es poesía? me
preguntas, mientras clavas en mi pupila, tu pupila azul. Y ¿tú me lo
preguntas?, poesía eres tú".
Esa mujer encanto a Bécquer, pero también le encantó aquella arpa, simple objeto, que "del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo", esperaba que una mano de nieve supiera arrancarle las notas. Si esas notas hubiesen sido acompañadas por una canción, tal vez comprenderíamos mejor que encantar viene del latín in-cantare y las sirenas encantando con sus voces a los nautas de Ulises algo de esto nos confirman. Hay sin embargo cierta diferencia entre uno y otro encanto y es que el que logra una bella mujer en nosotros, sin proponérselo, es el verdadero; esa mujer es encantadora, no hechicera, ya que las sirenas son otra clase de encantadoras pues encantan alterando la razón para conseguir sus perversos propósitos. El encanto es más noble que el hechizo, porque este "supone daño y causa temor, es en definitivo sinónimo de maleficio". Sin embargo el sentido de las palabras no es tan estricto en el lenguaje ordinario, porque decir que una mujer hechiza con su mirada, no suele ser mal interpretado, igual que cuando una joven dice de un joven que está de un guapo que marea.
He dicho que una mujer hermosa o un niño
pueden encantarnos, como pueden hacerlo una flor, un paisaje o una buena reproducción
artística de esas personas, de esa flor o de ese paisaje. Tal vez, a alguno le
parezca tópico eso del encanto de la mujer o de la flor, pero es que hay cosas
que también lo tienen, ¿quién no ha oído hablar del discreto encanto de la
burguesías del dulce encanto de la música o del sublime del amor?; los que no
llevaban corbata se la han colgado al acceder a burgueses, la música de otros
tiempos vuelve y el amor es eterno, al menos en el tiempo de la humanidad,
aunque sea efímero para muchos humanos actualmente. Cuando uno habla con una
mujer encantadora, los que miran con ojos picarescos no entienden de encanto,
sólo de pasión, o más bien de vicio, (pues para apasionarse hace falta
temperamento) ya que cuando es una anciana la interlocutora no se fijan, aunque
las viejas también poseen su encanto.
Trataré de demostrado.
Me acuerdo con frecuencia de la señora
Juana, que era pobre, en el sentido que este mundo materialista entiende por
tal; tanto tienes tanto vales. Tenía su casita, con el cantaral en el patio
(portal) como una capillita de piedra picada, donde cabían un cántaro y un
botijo; ¡qué fresca se conservaba el agua en ellos! Sudaban por los poros de su
piel de barro que, en continuada evaporación, refrigeraba el contenido. Qué
bien se encontraba el cántaro en el en el cantaral!, igual que la campana en el
campanario, e igual que la "agüeleta" en su caseta. ¡Con qué ternura
colocaba un paño debajo del cántaro y con qué cuidado escobaba las cenizas del
hogar! Preparaba el fuego con cuatro ramitas, justo las que necesitaba para
hervir el pequeño puchero de loza de Bandaliés. Entonces ahorraban energía, no
como ahora que se derrocha (a capazos). Tenía un reclinatorio que además de
usarlo en misa y en la novena, lo llevaba a los carasoles para sentarse a
conversar con otras viejas y calentarse con los rayos del sol. Allí me enteré
que las ancianas tenían el pelo blanco, cuando al quitarse la toca, se
sentaban, formando un rolde en sus silletas, para peinarse una a otra con
aquellas peinetas cortas y anchas con dos filas de púas.
Con pocos bienes vivía feliz a su manera,
pero tenía una riqueza que se va perdiendo entre los humanos: la ternura, la
amabilidad (amorosidá) Si se caía una tajada de pan, la recogía y la besaba. El
gato esperaba las caricias de su dueña y el calor de sus faldas si no lucía el
sol o estaba el hogar apagado. Yo, que tenía cinco años, le llevaba alguna col
y enseguida atizaba el rescoldo y echaba ramas y el mejor leño para que me
calentase. Después preparaba agua rica y me daba una galleta para comerla
mojada en esa agua. En mi casa había mejores golosinas, pero no me sabían tan
buenas. Los duelos con pan son menos, y el pan con ternura es mejor, aunque sea
seco. En cierta ocasión nos vio a unos cuantos niños maltratar a un pequeño
gato, y con ternura nos dijo: ¡no tengáis malas entrañas!; desde entonces no
volví a tratar mal a ningún animal. Un día nos vio fumar "petiquera"
y en lugar de decir !mira que lo voy a charrar! dijo: ¡no seáis fumarretas que
se os "alcorzarán as crecederas".
Una tarde mirando por la ventana trasera
de mi casa, la vi rezar en la puerta del viejo cementerio, donde ya no se
enterraba a nadie; desde entonces la espiaba para verla rezar. Desde ese portal
se divisa Santolaria, de donde la Sra. Juana era nativa y me han dicho después
que desde allí le rezaba a la Virgen de Sescún. Me parecía la buena señora, un
nexo de unión entre los antepasados y los presentes. Consiguió traspasarme un
poco de ternura, de la que tan poca queda. Cuando algo se pasa de moda, se tira
como se tira al hombre del que ya no podemos sacar provecho o a la mujer cuyo
verano u otoño, se cambia por una nueva primavera. Por estas cosas yo conservo
el cantaral de nuestra casa con sus cántaros y su botijo.
Se puede encontrar también el encanto en
cualquier lugar sencillo, incluso en una cuadra. Para el que por su condición
de ciudadano o para ese joven de pueblo que conduce un tractor, pue de sonarles
como algo extraño eso de que la cuadra tenía sus en- 'cantos. Quizá no se haya
escrito mucho sobre este tema pero cuan do la Sagrada Familia se refugió en un
establo, entre una mula y un buey, no sé si lo haría por encontrar en él ese humilde
encanto del que he hablado o por la razón pragmática de gozar del calor que con
su aliento y con la irradiación de su extensa piel, producían tan voluminosos
animales, pero en todo caso se creó un ambiente encantador, tanto, que todo el
mundo cristiano lo reproduce, después de casi dos milenios, en las fiestas
navideñas.
En la cuadra languidecía la pobre luz de
la bombilla de quince watios, un olor medio aromático de paja seca con fiemo caliente,
vaporoso, evacuado por las mulas y un ambiente uniformemente templado hacían
que en el establo se estuviera bien. En el en resto de la casa el frío era
glacial; en el hogar casi se había consumido la leña y el escaso calibo lo
había tapado la abuela, para que al día siguiente, después de escalivado,
prendiese la ramilla y los tueros recios para freír el almuerzo, calentar el
caldero, guisar la comida, volver a calentar las patatas de los cerdos de nuevo
en el caldero y la cena, secar los peducos del del hombre al volver del monte y
echar la última calentada. Aquel día, al enterrar las pocas brasas que quedaban
con la ceniza, bajamos a la cuadra para mirar como las arañas se movían por sus
te- las, como las pocas moscas que quedaban, torponas por la estación fría, se
enganchaban en las redes para ser devoradas y como la mu la torda se echaba
pedos; Jorge le levantaba la cola y le ponía una cerilla apagada cerca del
cagadero y cuando salía el gas se encendía con un ruido de soplido que se
acababa cuando la llama alcanzaba su apogeo, al oír el macho morico ese soplido,
el resoplaba bryrrr .....y "batía a coda", marcando con un ruido
característico los cuatro granos que le quedaban y que rebuscaba golosinas entre
la paja del pesebre. Dábamos volteretas los niños, mientras tanto, sobre la
colchoneta de pinocheras del camastro y comprendía que el Niño Jesús hubiera
querido nacer entre una mula y un buey.
Jesús pudo haber nacido en un Castillo,
pero prefirió el encanto del establo, de la sombra de las palmeras y el de una
humilde carpintería al encantamiento seductor de los castillos encanta dos. El
encantamiento de esos castillos, su maleficio, en unos casos es producido por
fantasmas, muchos de ellos revestidos con sábanas y sonorizados con cadenas, pero
Kafka entendió que en "El Castillo" se encerraba el fantasma del poder;
muchos hombres quieren tener acceso a su recinto atraídos por un encanto no
natural, que no llena de goze los sentidos y el alma sino por un encanto alucinante
y alienante producido por el encantamiento maléfico que ejerce el fantasma del
poder. Del encanto del establo hemos pasado al desencanto del Castillo a través
del encantamiento; se trata de un desencanto por desengaño. Fray Luis de León
dice: Despiértenme las aves con su cantar sonoro, no aprendido; no los cuidados
graves de que siempre es seguido, quien al humano trato está atenido" y en
versos queda definido ese paso del encanto al desencanto, pero muchas veces se
encuentra uno con estadios intermedios, que reflejan o producen el alma o
producen asombro unos, angustia vital, melancolía o nostalgia otros.
En aquella cuadra, mejor dicho, en el
espacio empedrado que cubría el espacio en declive que iba desde la puerta
hasta la cama de paja de las caballerías, al encender la mísera luz, descubría
uno como caminaban torpemente las negras y pesadas cucarachas; a pensar de su
fealdad no producían la repugnancia de las marrones y ligeras que aparecen en
los mostradores o bajo las cafeteras de algunos bares.
Trataban aquellos coleópteros, al notarse
sorprendidos, de ocultarse en sus agujeros, pero me acuerdo de aquella vieja,
tan negra como las cucarachas, con su pañoleta negra atada debajo de la
barbilla, su toquilla y blusa negras, sus sayas, delantal y medias y alpargatas
también negras, que quiso darnos a los niños una más negra diversión. Cogió
varias cucarachas y derramando sobre sus dorsos una gota de cera, iba pegando a
cada una, un corto cabo de aquellas delgadas velas usadas el día de la
Candelera, a las que llamábamos candeletas; apagó la luz y fue encendiendo las
velillas que como mástiles portaban los bichos.
Aquellos lentos animales empezaron a
correr como desesperados huyendo del fuego que parecía, en aquella oscuridad,
salir de sus cuerpos. La vieja reía encantada, los otros niños se quedaban
asombrados y yo era presa de la angustia. La vieja encontraba un extraño
encanto en el espectáculo; en mí no había encanto ni desencanto, sino angustia,
pero después me ha ayudado a comprender al Kafka en su
"Metamorfosis". Relataba de un modo escalofriante, como un hombre se
iba transformando en cucaracha, como colocado en decúbito supino, no se podía
levantar; era el procedimiento que utilizaba la anciana para inmovilizar a las
cucarachas desde que las capturaba hasta que les colocaba la vela maldita. De
la misma forma que el héroe o el miserable de Kafka se transformaba en cucaracha,
parecía que aquellas verdaderas cucarachas se transformaban en hombres;
corrían, corrían locas como corremos los hombres, parecían llenas de angustia
por el peligro que llevaban encima, como nosotros estamos muchas veces angustiados
por lo que puede pasar, por la ambición, por la búsqueda de una luz que nos
obsesiona, al contrario de las cucarachas que aborrecen la luz y buscan su
encanto en la obscuridad. Kafka buscaba la luz en la oscuridad de su ambiente,
¿sería por eso que convertía a un hombre en cucaracha?
Nosotros vamos buscando el encanto
luminosos en las grandes luces que nos deslumbran y no nos dejan ver las
pequeñas luces, las pequeñas cosas amables, los pequeños placeres que producen
encanto. Yo asimilaría esas pequeñas cosas con encanto a los duendes y con los
fantasmas -todo aquellos cono que tratan maléficamente de encantarnos. La vieja
de las cucarachas me resulta fantasmagórica. Kafka, en cambio, aunque se expresa
de un modo duro, cruel, tiene duende, quiere que la humanidad prescinda de todo
aquello que hace desaparecer el encanto de la vida.
Cuando las personas o las cosas poseen un
que se yo, un algo que no podemos definir, pero que nos atrae amablemente, decimos
que tienen duende. Si, lo tiene el flamenco, la jota, que lo debe tener grande
ya que me pone la carne de gallina, un callejón sin salida, ¡un viejo
monasterio)! tantas coas!, pequeñas en sí mis más, pero grandes para el que
sabe descubrir ese duende. ¿Qué encanto tendría un castillo inglés sin su
duende? Yo creo que Cardús cuando estudiaba en Alemania hizo amistad con alguno
de ellos en esos castillos de Babiera que mandó construir el rey Luis el Loco.
Si, el duende amigo le dijo donde estaban los cientos de castillos, que
encontró en la provincia de Huesca o tal vez le diera recomendaciones para los
duendes españoles. Yo los veo por todas partes y se me plantea un dilema,
¿verdaderamente hay muchos? o ¿es que entre unos pocos llegan a hacerse
presentes aquellos objetivos que les marca el Gran Duende?
Aunque los veo, no he conseguido hacerme
amigo de uno de ellos, como mi pariente (Cardús) para preguntarle la clave del
di lema. Para mí que son pocos, pero cuando escuchan las llamadas de la gente
sencilla, acuden presurosos. Eso debe ocurrir; si las personas tienen
sensibilidad, conectan con los duendes. No se tampoco si tienen mucho trabajo.
Cuando logre esa tan deseada amistad con un duende, le pienso pedir que me
saque de este laberinto. Puede que exista paro duendil. Si así ocurre
constituirá una agonía para él, no poder "dondear", como para tantos
parados el no poder trabajar. En tanto me sacan o no del laberinto, intento
salir yo solo. Me parece que cada vez los llaman menos, porque a la gente se le
va embotando la sensibilidad, se le ha puesto un caparazón de. Amo las cosas
locamente de egoísmo, de consumismo. No somos sensibles como antes y otros que
los son, viven muy apresurados y no tienen tiempo para sentir. Es raro que los
hombres que "dondean" tanto, no se encuentren con los duendes, que
hacen lo mismo. Me gustan las tenazas, las tijeras, adoro las tazas, las
argollas, las soperas, sin hablar, por supuesto,
del sombreo. Amo todas las cosas, no sólo las
supremas, sino Ay, alma mía, las infinitamente chicas, el dedal, hermoso es el
planeta, lleno de pipas por la mano conducidas en el humo, los platos, de
llaves, los floreros, los saleros, en fin, todo lo que se hizo de cordeles, mesas
maravillosas, navíos, escaleras. Amo todas las cosas, no porque sean ardientes o
fragantes, sino porque no sé, porque este océano es el tuyo, es el mío: los
botones, las ruedas, los pequeños tesoros olvidados, los abanicos en cuyos
plumajes desvaneció el amor sus azahares, las copas, los cuchillos, las
tijeras, por la mano del hombre, toda cosa: todo tiene las curvas del zapato, los
relojes, las brújulas, el tejido, el nuevo nacimiento del oro sin la sangre, los
anteojos, los clavos, las escobas, las monedas, la suave suavidad de las
sillas. Ay cuántas cosas puras el hombre, de lana, de madera, de cristal, ha
construido.
ODA A LAS COSAS
Yo voy por casas, calles, ascensores, tocando
cosas, divisando objetos que en secreto ambiciono:
uno porque repica, otro porque es tan
suave como la suavidad de una cadera, otro por su color de agua profunda, otro
por su espesor de terciopelo. Oh río irrevocable de las cosas, no se dirá que
sólo amé los peces, o las plantas de selva y de pradera, que no sólo amé lo que
salta, sube, sobrevive, suspiro. No es verdad: muchas cosas me lo dijeron todo.
No sólo me tocaron en el mango, en el contorno, o las tocó mi mano, la huella de
unos dedos, de una remota mano perdida, sino que acompañaron de tal modo mi
existencia que conmigo existieron en lo más olvidado del olvido y fueron para
mí tan existentes que vivieron conmigo media vid y morirán conmigo media muerte.
Al encanto del que he hablado, puede
sucederle el desencanto, el deterioro o la perversión del encanto. Todos hemos
sufrido desencantos; para mí, el que mejor ha expresado el suyo, ha sido G.A.
Bécquer por medio de estos/ versos: "Cuando me lo contaron, sentí el frío
de una hoja de acero en mis entrañas, cayó sobre mi espíritu la noche y en ira
y en dolor se anegó el alma".
Un buen amigo. "Los cuidados graves
de que siempre es seguido quien al humano trato está atenido", el paso del
tiempo despiadado que merma las facultades físicas, las intelectuales y la
afectividad, el entorno, la "circunstancia" de cada uno, que diría
Ortega hacen que en unos se deteriore el encanto o que casi llegue a desaparecer.
Esto le debió ocurrir a Pascual Montenegro y al nombrar lo, tal vez Vds.
piensen que voy a contarles un cuento mejicano o andaluz, pero no porque su
historia tuvo su tiempo y lugar en Huesca. A lo largo del relato, seguro que
alguno de Vds. lo reconocerá.
Pascual tenía por nombre y Montenegro por
apellido y haciendo honor a este su apellido era cetrino de piel, tirando a
negro. He intentado saber de donde era y así como de la Parrala/ unos decían
que era de Moguer y otros que, de Palios, no he logrado enterarme, aunque no
creo que fuese tarea dificultosa el averiguarlo. Así como Simón en el pueblo
era el único enterrador, Pascual fue en Huesca el último que condujo a los
difuntos en un coche de caballos mortuorio, como una carroza en la que se hacía
el último viaje y no triunfal precisamente. Era tirada por un tronco de
caballos negros con un penacho blanco entre sus cortas orejas. Él iba revestido
de negra librea con alamares dorados, que concordaba con su rostro moreno y
taciturno. A su paso por los Porches, la gente se levantaba de sus butacas del
Flor, del Universal y de los varios bares, que allí estaban ubicados y unos
inclinaban reverentemente la cabeza y otros hacían devotamente la señal de la
cruz. Años antes el difunto era conducido a hombros hasta los Porches, donde se
introducía en la carroza, allí se disolvía el duelo y los más allegados iban al
Cementerio. Los había que no respetaban ni la muerte, como un cestero apodado Corrusco,
que, en cierta ocasión, cuando iba a ser introducido el féretro en la carroza,
arreó a los caballos, que se arrancaron veloces. Los que iban en el duelo no
vieron muy oportuno ponerse a gritar por no romper el silencio respetuoso que
acompaña a tan tristes despedidas. Pascual emprendió el camino tan trillado por
sus caballos y rutinariamente con su trote monótono alcanzó las puertas del
Camposanto; dio una voz al conserje gritando: Sacadme a ése, ¡que tengo prisa!;
no le faltaba razón, pues en épocas de epidemia hacía conducciones a destajo
por ser el único conductor de la única carroza funeraria de la ciudad. El
conserje llamó a los enterradores, que acudieron presurosos y comprobaron
atónitos que el muerto se había perdido; y exclamó: ¡ya me ha jodido Corrusco!
Desde entonces muchos oscenses llamaban a
Pascual el "pierde muertos". Hizo volver rápidamente a sus corceles
hacia la ciudad y cuando llegaba a la altura de la fuente del Ibón, hoy paso a
nivel del ferrocarril, divisó desde su pescante el cortejo funeral; los
portadores del féretro avanzaban lentamente y cansa-- dos por el peso del
muerto. Uno exclamó: ¡Iya era hora de que aparecieras y no vuelvas a perder más
muertos!
Montenegro quería mucho a sus caballos y dormía
con ellos en la cuadra; cuando iba a los bares a tomar café, les guardaba el
azúcar y al volver a los establos, que estaban en la huerta del hospicio
relinchaban de alegría, al tiempo que orientaban sus orejas al lugar por donde
venía.
Eran los pobres animales muy bien aprovechados,
pues en sus ratos libres labraban la huerta, la granja de la Diputación,
acarreaban la leña, el carbón y llevaban el oxígeno al Hospital Provincial. En
cierta ocasión el señor Antonio dio varios latigazos a uno de los caballos
injustamente, pues lo había sobrecargado; el noble animal trató de defenderse y
se incorporó agitando sus manos sobre el agresor, como el caballo Furia de las películas;
llegó entonces Pascual y gritó: Sultán, ¡Sultán!; éste se apaciguó y acudió
mansamente a lamerle las manos. No tenía miedo a nada, ni a los muertos ni a la
muerte; dormía debajo de las patas de los caballos, que tenían cuidado de no
hacerle daño. Hasta las ratas que pasaban por encima del cuerpo, le respetaban
y no le mordían. Sólo los hombres quisieron hacerle daño, pues en cierta
ocasión lo llevaron a fusilar y no protestó; estaba tan acostumbrado al camino
de la muerte que lo debió encontrar natural y si no se dan cuenta por terceros
de que llevaban el reo cambiado, aquel día hubiera sido el último de su vida.
No era amigo de los hombres vivos, sólo lo
era de los muertos y de los animales, quería a los gatos, a los perros y a los
caballos Sultán y Lucero, que cuando recibían su orden de enganchar, enculaban
solos en las varas de la carroza y agachaban la cerviz para recibir en sus
cuellos las colleras. Era tan pacifico que, a su perro tuerto, lo llamaba
Sanchi, que por cierto se entrecruzaba entre las patas en movimiento de los
caballos y nunca las rozaba.
Los entierros eran clasistas y se hacía
notar la categoría del muerto, según las cortinas de la carroza fueses moradas
rojas o blancas. Pero quedaban los parias, aquellas personas pobres y
desamparadas, que después de introducidas en cajas de chopo, desnudas y
agrietadas, eran conducidas no en carroza, sino en el Trum-Trum, carro negro y
desvencijado, que pasaba por los Porches haciendo un ruido como el que expresa
su nombre, rápido y sin ningún cortejo. Bien se vale que Mosen Santamaría con
esa humildad y humanidad que le caracterizaban, los esperaba en el Cementerio
para rezarles un responso y darles la postrera bendición. El pobre Montenegro
se confesó con un sacerdote humil- de y santo: Don Benito Torrellas y dio
"El Salto" a la eternidad, que escribió el poeta León Felipe y que yo
le dedico.
Somos como un caballo sin memoria, somos
como un caballo que no se acuerda ya de la última valla que ha saltado. Venimos
corriendo y corriendo por una larga pista de siglos y de obstáculos. De vez en
vez, ¡la muerte! el salto! y nadie sabe cuántas veces hemos saltado para llegar
aquí, ni cuantas saltaremos todavía para llegar a Dios que está sentado al
final de la carrera esperándonos.
Lloramos y corremos caemos y giramos,
vamos de tumbo en tumba dando brincos y vueltas entre pañales y sudarios. Montenegro
iba de tumbo en tumba sobre el pescante de su negra carroza mortuoria.
A pesar de que por las circunstancias la
vida de Pascual Montenegro fue un tanto desencantada o desangelada, el encanto
que encontró en los caballos y en su perro, le ayudaron a sobrellevar su triste
vida.
! ¡Cuánto se podría hablar de la
degeneración del encanto!
Unas veces ocurre por causas ajenas al
individuo, como le ocurría a Pascual. Repito que los pequeños encantos le
aliviaron la tristeza y a este propósito, leí el día 14-11 de este año 85 en un
periódico que se había presentado el libro "Depresión mental mi más
terrible experiencia" de María Sermade, de cuya presentación hecha por el
poeta Luis Rosales, un periodista, un psicólogo y un novelista, se deduce que
la autora salió de su depresión por la consideración de cosas bellas. "Es
el descubrimiento de la belleza de la vida. Un instrumento para salir de la
obscuridad, dicen del libro, no pudiendo salir alguna de aquellas antiguas
brujas, se convirtió en tal, sublevándose contra una sociedad que la privaba de
los encantos de la vida, pero en general se hacían por medio de sus pactos con
el diablo para lograr encantos maléficos por aquello tan viejo de la soberbia,
avaricia lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
Lo prueban los pasajes del libro de San
Cipriano que explican las fórmulas para dominar a las personas, para obtener
dinero, para conseguir los favores de una mujer casada, para vengarse de
alguien, como ocurría con un amigo mío de Velillas que "cruzó" a uno
en su cama por haberle robado un arado y así hasta los mil maleficios. Vean, a
continuación, como a mí me fue revelado en un sueño, el modo como se produjo la
revolución de las escobas en el Alto Aragón.
Para aquel pueblerino esa mujer tan flaca
era una escoba vestida pero las escobas desnudas, para otros, son culebras con
cola abundosa o serpientes con enorme cabellera y cuerpo sin cola o cola sin
cuerpo, siempre que estén tendidas en el suelo. En su posición normal, en la
verticalidad con el mango hacia arriba, han estado durante largos años
relacionadas con la mujer de igual modo que a ésta, desde Eva, se la relaciona
con la serpiente. Algo hay común a la mujer, a la serpiente y a la escoba: el
misterio es algo que hay concerniente a la escoba y a la mujer con la serpiente
y no son los cabellos según los campesinos; alguna con pelos, que son bellos,
aunque según sinuosidades como las tiene la mujer. Después de Adán, después que
nuestro primer padre alentara al soplo divino, en su barro convertido en carne,
se nombra en el Libro a la mujer y a la serpiente y ¿dónde estaba la escoba?
Caín fue labrador y en el lugar, más tarde llamado era, en que se separaba la
paja del grano, la tierra y los guijarros obstaculizaban esa labor, pero en las
noches que pasaban las parejas al sereno, observaban el rápido paso de unas
brillantes y largas cabelleras de luz, como escobas (los cometas) que barrían
de guijarros y polvo luminosos, estelares en el firmamento. La mujer, que sabía
que provenía de un palo de costilla, cayó en la cuenta de que la hoja de la
palmera bajo la que dormía, unida a un palo, formaría un cometa, escoba
terráquea, sin luz, pero con la que se podría limpiar el reducido espacio que
se necesitaba para majar o golpear dos o tres haces de trigo. Así la escoba se
integró en la antigüedad de la mujer y de la sierpe tentadora.
Más tarde Moisés convertiría los palos en
serpientes, como del palo de la costilla de Adán surgió Eva con sus cabellos y
al palo defensivo del hombre le colocó la mujer largos cabellos vegetales.
Sierpe, mujer, escoba, tentación, reproducción y arma.
"Ya está la escoba preparada y ya
tiene burro que la ro ya". Unas escobas están hechas de tatay, otras de
retama, las hay de brezo o de "senera" y ya tienen burro que las
roya. ¿Qué quiere decir eso de que "las roya"?, ¿que ya hay alguien
dispuesto a morderla, a roerla o que ya hay alguien dispuesto a desgastarla con
un uso normal? No iban a desgastar las escobas ni la Diosa Pirene, que dio
nombre a nuestros Pirineos, ni la Andramaria de los vascos que tiene perpetuado
su nombre en una zona de Ansó; la iban a desgastar las mujeres asidas a su
mango como los hombres iban a desgastar la azada ("al mango la jada, que
viene cansada de trabajar, pegar sin reír, pegar sin hablar......).
Las mujeres estaban atadas a la pata de la
cama y barrían, barrían, escobaban en el Alto Aragón. Los mangos eran de caña,
de flexible caña en la Hoya y en las riberas y las barrenderas, las escobadoras
eran flexibles y sumisas, pero los mangos eran de madera, de palo en la Montaña
y en el Abadiado y algunos hombres probaron el mango de las escobas, como
muchas mujeres habían probado el mango de la jada.
Desde los tendederos y solanares, veían
subir las escobadoras a las cabras peñaceras a lo alto de los riscos y el Gran
Cabrón las protegía contra el lobo, colocándose agresivo en posición erecta.
Una mujer machorra, que no tenía hijos subió a la Peña Exchaurri, allá entre
Navarra y Aragón, otra también por la noche y a la luz del plenilunio subió
cerca de San Cosme a la Cuca Roya; los búhos reales o bobons acudieron a las
cumbres a aguantarlas y el Gran Buco accedió a ellas lascivo; asustadas se lanzaron
ambas mujeres desde la altura, agarradas a la escoba que no habían abandonado
nunca y ¡oh milagro de Satanás! se vieron volando, la montañesa con la
somontañesa, sobre la Guarguera. Las mujeres no habían podido, a lo largo de
los siglos, hacer la revolución por el amor y ahora acababan de descubrir la
revolución de las escobas, de la brujería concretamente.
En San Cosme se apretaban los brujos en
sus escobas, pronunciaban las palabras rituales. ¿Sobre que árbol y hoja a las
eras de Tolosa los vi volar? Por su mente pasó el leve encanto de la
posibilidad de ver sus maleficios, de que no necesitaban una escoba porque su gente
tenía mayor placer que era hacer mal los forasteros y odiamos a nuestros
convecinos. El Cazador de Sieso caminaba por el monte, pero aquel todo que
divisaron sus ojos; sobre una piedra que marcaba la divisoria entre dos campos,
se encontraba toda la ropa que una mujer con un bello cuerpo de mujer, ocasión
tan difícil, en unos tiempos en que el sol no era buscado para broncear los
cuerpos, sino rechazado por las mujeres que tenían a gala para su piel,
conservarla blanca como la leche. Pasó también por su imaginación la sospecha
de un crimen ritual, pero no descubrió señales de violencia ni el cuerpo muerto
de la víctima.
Optó el cazador por esconderse en una
espesa mata de carrascas y esperar a la mujer, que necesariamente tenía que llegar
a vestirse. Así obtendría, por un lado, el placer de contemplar lo que nunca
había visto y lo que era más importante entre los habitantes de los pueblos,
saber quién era la descocada, para correr a contárselo a sus convecinos. No ésta
última apreciación peyorativa o una censura dirigida a los pueblerinos, pues
hoy día conozco a caballeros ciudadanos y modernos que dicen ¿de qué me sirve
yacer con la Sra. Marquesa, si no se enteran todos que he yacido con la Sra.
Marquesa? Pero volvamos al caso que nos ocupa; el hombre seguía esperando y
estrujando su sesera; pensó en que tal vez las brujas anduviesen por medio.
Si el hecho hubiera tenido lugar en China
durante los próximos años pasados, el protagonista hubiera acudido al libro
Rojo de Mao para buscar luz; si hubiera ocurrido ahora en el Irán, tal vez se acordará
del Corán y si aquí y ahora, hubiera recurrido a un libro que habla de un dogma
materialista y que por los resultados que da, se saca la conclusión de que para
todo vale y para nada aprovecha.
Nuestro hombre, en cambio, se había
acordado del libro de San Cipriano, que, aunque no lo poseía, había oído hablar
mucho de su contenido. Dicho libro era muy nombrado entre los campesinos y
decían del que lo escribía, que era brujo. Hubo quien, tratando de deshacerse
de él, lo echó en el fuego del hogar y en lugar de quemarse, salió íntegro por
la chimenea. Yo, hasta hace poco tiempo, creía que era algo exclusivo de
nuestra tierra, pero me he enterado que se vende en Galicia y en la Argentina.
Habla de la existencia de dos poderes que rigen el mundo: el del bien y el del
mal y da fórmulas para invocarlos. Aclara que los conjuros a los poderes del
mal se contrarrestan con la cruz y el cazador, de acuerdo con esta norma,
depositó sobre la ropa femenina una pequeña cruz que llevaba y siguió
esperando. Por fin vio avanzar un gato negro, que se dirigió directamente a las
vestimentas, pero al llegar ante ellas, se mostró inquieto y como no sabiendo
que hacer. Había visto la cruz. El amagado salió de su escondrijo y le habló al
gato diciéndole: ¿de dónde vienes? Le contestó: vengo de Velillas de dar mal dado,
a una preñada para que aborte. ¿Cómo haces esas cosas?, le preguntó el
cazador?, a lo que contestó el gato: es que todos los días he de hacer un mal
porque tengo trato con el demonio; pues ya puedes volver a Velillas a quitarle
el mal a esa mujer y dáselo a la clueca. Así lo hizo el gato y cuando volvió,
el buen hombre quitó la cruz, se reconvirtió el gato en mujer, se vistió y se fue.
No me aclaró el anciano de ochenta y cinco años, que me lo contó y que todavía
vive, si conoció a la mujer, y si la vio vestir, pero si me dijo que al cabo de
unos días se enteró que había nacido un niño en Velillas y que la clueca de la
misma casa en que había tenido lugar tan feliz acontecimiento, no había sacado
pollos.
Esa degeneración del encanto por el arte
del encantamiento o hechicería, no es exclusiva de tiempos pasados. Hoy hay
procedimientos más modernos para hechizar a la gente. Basta ver esos anuncios
en que al joven se le ofrece un automóvil inasequible para sus medios
económicos, al que acceden alocadas "fembras placenteras". Muchos
jóvenes, sacando, el dinero ahorrado, a sus padres lo compran y los que no se
dan contra un árbol, se quedan más solos que un muerto. Y más solteros que los
de Plan. ¡Dios mío qué solos se quedan los muertos! como decía Bécquer y qué
solos se han quedado los de Plan! como dicen los periódicos.
¡Como brillan esas copas de licor
espirituoso en nuestras pantallas, que constituyen también un encantamiento
hechicero para ganar en el amor, en los negocios y en el trato social!
A los cuarenta años esos encantados tienen
el hígado cirrótico y voluminoso como una ballena resultando víctimas de
hechizo de la publicidad.
Sras. y Sres. hay que seguir buscando el
encanto! y para encontrarlo son útiles los poetas. Sta. Teresa, en sus
relaciones místicas con el Amado, sufría depresiones, "noches obscuras del
alma" como ella las llamaba, no se puso a leerlas porque no se habían escrito,
pero se puso a escribirlas.
No sé si fue Rubén o uno de los Machado el
que escribió: "Horas de pesadumbre y de tristeza pasó en mi soledad, pero
Cervantes es buen amigo y alivia mi existencia".
Un agricultor abrió un libro de poesía y
leyó:
Anoche, cuando dormía soñé, ¡bendita
ilusión! que una fontana fluía dentro de mi corazón.
Di, ¿por qué acequia escondida agua,
vienes hasta mí, manantial de nueva vida en donde nunca bebí.
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