He pasado por Salinas de Jaca, por Hostal de Ipiés, por Orna, por Centenero, por Ena, y por Botaya y en alguno de esos lugares pude escuchar voces humanas, pero en otros ni se oían ni se veían seres humanos. Se van despoblando, poco a poco, los pueblos, como ya hace años se quedó sin habitantes el antiguo pueblo de Salinas de Jaca, para ser sustituído por otro más nuevo, al lado de la carretera.
En el antiguo
estaba de campanero Mariano Bastarós, que hasta sus ochenta años hizo sonar las
campanas, pero no se murió hasta los ochenta y seis. Las hacía sonar no muy
deprisa, pero con un hermoso sonido, bandeando dos campanas simultáneamente.
Llegó más
tarde, allá por los años cuarenta y cuatro, un cura del pueblo de Ena, que
además de sacerdote era labrador, herrero, colmenero y carpintero. Se llevó el
reloj de la torre, para arreglarlo, como él mismo afirmó, pero no pudo hacerlo
porque le faltaba el repetidor, que quiso reconstruir, pero no pudo. Estaba
dicho reloj en la torre de la iglesia y hacía sonar las campanas del campanario
cuando daban las horas. En el pequeño pueblo de Lallana, muy cerca de Sádaba,
pudo arreglarles un reloj; no le pasó como con el de Salinas de Jaca.
En el pueblo de
Ena colocó un cable, que hacía sonar las campanas desde el altar.
Al quedarse
viudo, se hizo sacerdote y se instaló de cura en Ena, cerca del pueblo de Orna,
que también está próximo a Hostal de Ipiés, donde al fin se construyó una casa,
en la vivió hasta su muerte. Se llamaba el cura, labrador, herrero, campanero, relojero y colmenero, Don Andrés Gavín.
Todavía se acuerdan de él en los pueblos de Botaya, Orna, Hostal de Ipiés, Ena,
Centenero y Bernués. Desde luego que son pocos los que lo rememoran porque, son
pocos los que todavía viven en aquellos lugares. ¡Cómo se acuerda de él, el
señor Sebastián Grasa, que en Octubre va a cumplir los cien años de edad¡. ¡Cuantas generaciones han vivido en los
citados pueblos, para que ahora queden tan pocos habitantes, que no repican
como entonces las campanas, pero que en las fiestas acuden desde Barcelona o
desde Zaragoza, para lanzarlas al aire, para que suelten bellos sonidos, que
les recuerden su niñez y a las viejas generaciones!
Tenía un buen
carácter y le gustaba comunicarse con todo el mundo y sobre todo tenía en
cuenta aquella frase evangélica que dice:”dejad que los niños se acerquen a
mí”. Esa falta de orgullo, lo llevaba a conversar con cualquiera. Tenía siete
toneles de vino y cuando llegaba alguno, tenía que probarlo de todas las
añadas, incluso aquellos vinos, que ya eran como el coñac. Les decía: no
tengáis miedo, que si os caéis, os
cogeré yo.
En esos pueblos
y en todos los de la provincia, sonaban las campanas cuando llamaban a los
fieles a misa y al rosario o cuando se celebraban vísperas en algún pueblo,
dedicadas a su santo patrón; para la
Pascua de Resurrección, cuando quitaban los velos que tapaban los retablos,
tocaban fuerte las campanas. Con un repique muy especial, sonaban los toques de
difuntos, que eran muy tristes. Estaban los vecinos en los caminos y en los
huertos y algunos cuando escuchaban las campanas, se emocionaban y alguno
incluso lloraba. En ocasiones, cuando el difunto era algún niño o niña, tocaban
a “mortichuelo” y lo hacían con cimbalicos o con otras campanas pequeñas. Acompañaba
el sonido de las campanas a las procesiones y casi nunca faltaban los curas a
decir misa en los pueblos más pequeños. Los mozos daban la paliza a las
campanas haciéndolas sonar con motivo de las fiestas y no paraban de bandearlas
o voltearlas durante mucho tiempo, pero no sólo eran los mozos los que las
hacían repicar, sino que las mozas en día de Santa Águeda, eran las que subían
al campanario y con un gran esfuerzo las repicaban e incluso les daban vueltas,
bandeándolas. El Día de las Almas, que se celebra el día dos de Noviembre, cada
dos horas tocaban las campanas.
Había
campaneros en los pueblos y en las ciudades y a veces hacían sonar esas
campanas con cuerdas o con cables, pero en las
grandes ocasiones acudían los mozos a anunciar a todo el mundo que era
fiesta. Cuando había incendios, sonaban las campanas con mucha fuerza y
“aprisa, aprisa”, haciendo que todas las campanas fueran repicadas. Cuando
venía una tronada, en los pueblos donde no había “esconjuradero”, algún
valiente que vencía el miedo que le producían los rayos, se subía al campanario
para que al escuchar el repique de las campanas, el Señor evitase que las nubes
lanzaran sus terribles rayos.
En Biel estaba
la campana de los perdidos e iba el
sacristán y cuando se hacía de noche, tocaba, para que nadie se perdiera,
lentamente: ¡plon, plon, plon!.
Antes, como
hemos visto, con las campanas se comunicaba la gente, pero ahora, cuando pasas
por uno de esos pueblos, no escuchas a nadie, pero dichas campanas también
están calladas y no comunican la alegría de Pascua o de las bodas, ni las
tristezas de los entierros, ni llaman a los hombres para apagar el fuego.
Las campanas
unían al hombre con Dios, elevando los espíritus y convocándolos a todos y una
prueba de esta afirmación, la tenemos en el pueblo de Siétamo, donde Antonio
Larraz Barraca, nacido en 1892, cantaba “Las campanas de mi pueblo-si que me
quieren de veras-cantaron cuando nací-y llorarán cuando muera”.
Y es que ese
tocar y sonar, doblar, voltear y repicar y en aragonés “batear”, iba formando
el corazón de aquellas gentes, recordándoles las ilusiones, su vida
religiosa y los juegos, fuegos y
trabajos y les llevaba a la conclusión de no eran la tierra, el silencio y la
muerte la vocación del hombre, sino “el Ser, la Palabra y la Vida eterna”,
porque veían la luz en las montañas y en la nieve, que con el brillo que le
proporcionaba el sol, les hacía más fácil descubrir, más allá, el brillo de la
eternidad.
El hombre vivía
feliz comunicándose por medio de las campanas y cultivaba la cultura con el
espíritu y la naturaleza con su cultivo y con el culto adoraba a Dios,
facilitándole el sonido de dichas campanas la convivencia del culto, el cultivo
y la cultura.
Estaba el
ambiente de los pueblos y de las ciudades lleno de campaneros, de los que
algunos eran simplemente artistas. Yo me acuerdo del campanero Hipólito
Rivarés, que actuaba habitualmente en la Catedral y conocí y hablé con Pascual
Calvete, que “bateaba” las campanas en la iglesia de Santo Domingo y ejecutaba
actuaciones de campanero en otras iglesias, porque ya era él, casi el único que
conocía el arte o el oficio. Tanto es así que escribió en los últimos años de
su vida un libro sobre las campanas.
Todas las
campanas, como si de personas se tratase tenían su nombre, como la Santa María,
la Migueleta que estaba y supongo que allí seguirá sonando en San Miguel, Santa Paciencia en la Iglesia de San Lorenzo
que tuve la suerte, el día del patrón de Huesca, de verla en el suelo, cuando
la iban a subir al campanario el año 2003. La campana Santa Bárbara, que no
recuerdo si era de Siétamo o de Arbaniés, llevaba escritas estas palabras:
“Santa Bárbara me llaman- más de cien arrobas sumo-si no lo quieres creer-me
levantarás a pulso”.
Hemos visto
como estuvo basada la vida del hombre en la naturaleza y en la fe y ahora
buscamos la cultura y la libertad y al mismo tiempo que descubrimos el mundo y
el Cosmos, nos vamos descubriendo a nosotros mismos y a Dios.
Qué recuerdos me trae este artículo.
ResponderEliminarSoy hija de campaneros y cada toque me transporta a momentos concretos de mi infancia.
Todavia recuerdo lo que estábamos cenando el día de la fiesta patronal de uno de aquellos años de la década de los sesenta, cuando vinieron a avisarnos de la quema de uno de los pajares del pueblo. Era una cena especial, cuyo disfrute quedó interrumpido por el aviso y la marcha de mi padre para tocar a fuego.
Como éste, hay varios en mi memoria asociados a vivencias de aquellos días.