Esta noche es Noche Buena y antes
de esconderse el sol, en un corto día que busca la noche, como si tuviera
deseos de que durante ella, naciera el Niño Jesús, voy paseando por delante del
Polideportivo y me encaro, caminando, con el paseo construido sobre la
vieja vía de ferrocarril. Esta separa el
campo de la ciudad y uno contempla, por su izquierda las piezas campesinas con
sus trigos recientemente nacidos, con un lejano
fondo, como un telón que nos separa de las tierras que nos envían el
viento cierzo y por el cielo nubes cortadas que, en parte muestran sus bellos
dibujos y por su parte azul, nos
acarician, los últimos rayos del sol que está ofreciendo el día, que precede a
la Noche Buena. Por la izquierda se alzan edificios modernos, unos elevados y otros más coquetos, con su
categoría de chalets.
Uno va caminando lentamente y se
acuerda de aquel artículo que escribí, hace ya tiempo, en el que digo: ”¡ Que rueden los cielos allá
arriba, en silencio casi siempre y con “ruido de ronca tempestad”, en el
verano!; qué lluevan las nubes sobre el justo y sobre los niños que cantan:
¡qué llueva, qué llueva, la Virgen de la Cueva!. No parece que el salmo sea muy
piadoso, cuando pide que llueva, sólo
sobre el justo. No cae la lluvia sobre los desiertos y sin embargo, no creo que
sus escasos habitantes sean injustos. Tal vez lo fueran sus antepasados con
respecto al árbol que talaron e hizo posible que avanzaran las dunas arenosas”.
A la orilla del paseo, con los
chalets a la derecha y los campos a la izquierda, después de pasar unos viejos
almendros de abundantes ramas oscuras, por no haberlos limpiado de ellas, hace ya muchos años,
apareció o más bien lo hicieron dos seres vivos unidos en el amor entre ellos,
como miembros de la vida. Era un árbol de varios troncos que se extendía por el
aire, brotando de la tierra y en uno de ellos se apoyaba una dulce y joven
mujer, que estaba leyendo un libro de misterios de esta vida. Parecía que se
amaban y se contemplaban y ella intentaba respirar el oxígeno que por sus hojas
que salen en primavera. El árbol, ordinariamente olvidado por los paseantes,
estaba callado, agradecido y en sus ramas lucía unos dibujos que parecían que
eran corazoncicos humanos, con los que rompía el árbol su deseo
de hablar con otras criaturas.
Yo, me parece que un tanto
descarado por interrumpir aquella mutua contemplación entre dos seres que se amaban,
me atreví a preguntarle que conversación mantenía entre ella y el silencioso
árbol.
Para contestarme, me dejó el
libro y éste describía situaciones, en que los hombres y mujeres se tratan,
pero no con maldad, sino por circunstancias de la vida moderna, en que muchos
individusl, caen en situaciones violentas, que algunos jueces no se atreven a
castigar como violencias voluntarias . Es igual con los hombres que caen en
pecados, a los que el Niño Jesús, que nacerá esta noche, les perdona todos sus
pecados.
La joven señora se consolaba con
el árbol porque se había separado de su marido y su hijo le parecía que no la
amaba.
Ella, que había sido discípula
del sabio profesor chino, que daba sus clases de psicología humana y vegetal en los pinos del Parque, y había
consultado con su sucesor el Doctor Don Daniel Carmen, buscaba ahora, en este
árbol de troncos múltiples, pero más menudos que el tronco del pino, el
consuelo del mal carácter de su hijo hacia ella, pero no encontraba culpa en su
comportamiento.
A mí, como no me ha pedido consejos, le comunico
las palabras de apoyo a su comportamiento vital con el árbol, que escribí en mi artículo “El árbol y el
agua”, que dicen: ”Seamos amables con el árbol que se alza en nuestros campos y
plantemos nuevas vidas vegetales, que regaremos con el agua del pozo, de la
fuente, de la acequia o del canal y esas umbría piadosas nos tornarán copiosa
el agua de las nubes, los frutos del Otoño, sus sombras estivales y el calor de
la leña en las jornadas invernales”.
¡Sigue, amiga, festejando con el
árbol del Paseo, que sube al pueblo de Alerre!.
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