En Portugal, ya hace algunos años, no se hacían
certificados de defunción a causa de una huelga de médicos. ¡Qué tragedia!. No
dejaban vivir ni a los muertos o más bien no dejaban morir a los vivos. El
poder de la burocracia se había endiosado, o más bien había endiosado al papel,
cuando todos sabían, que esa celulósica lámina, era casi toda empleada para
limpiarse las partes pudendas.
No se sabía si los huelguistas
querían subir el precio de los certificados de defunción. Si era eso lo que
pretendían, el pueblo, que intuía que eso era un sacaperras, transformaría esa
intuición en certeza. Se darían cuenta de que la falta del papelico, no volvía
a los difuntos a la vida, ya que no
hablaban ya que estaban rígidos, fríos, del
color del papel del que carecían, y de que luego empezaban a oler. Hace muchos
años, una peste asoló Lisboa y murieron muchos de sus habitantes. Entonces no
hacía falta, para enterrar a los difuntos, papel acreditativo de la defunción, ni
papel moneda porque ésta era de metal. Así como el que no tenía padrinos no se
bautizaba, el que no tenía moneda, no
era enterrado. Las familias, como no podían tener a sus deudos difuntos en
casa, los sacaban a la calle y ponían platillos delante del cadáver. Estos
platillos tenían la misión de recoger limosnas, hasta que se alcanzase la
suficiente cantidad de dinero para pagar la tarifa del entierro. El que era
caritativo iba practicando a destajo la obra de misericordia de enterrar a los
muertos. El que no lo era, iba echando dinero para sacudirse los muertos de
delante. Alguna vez se daba el extraño caso de que un cadáver oficial, digo
oficial porque poseía certificado con su
póliza y todo, se levantaba de su ataúd
ante el pasmo de las plañideras que lo rodeaban. Algunas tornaban sus llantos
en risas, pero otras aumentaban su caudal lacrimoso. Ignoro si algún supuesto
cadáver corrió a casa del que le expidió el certificado, para pedirle la
devolución de su importe, y para que se hiciera cargo de los inútiles y
fúnebres gastos que le había originado.
En antiguas civilizaciones,
amantes de la Naturaleza, depositaban los muertos en una meseta a la que
acudían los buitres y alimoches y ejercían de policías sanitarios. Aquellos
portugueses pobres y rapiñados en vida, tendrían el consuelo de integrarse en
aves rapiñadoras, con lo que conseguían una revancha por las múltiples
humillaciones sufridas en su vida y en su muerte. Descansen en paz.
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