Canta una antigua canción: “Era Simón en el pueblo, el único
enterrador” y explica como llevaba a su hija a enterrar al cementerio, porque
la llevaba, acompañado por otros amigos,
sobre uno de sus hombros, pero lo que más le dolía, era su corazón. Así,
cantando lo manifestaba, cuando dándose
a conocer, decía : “Soy enterrador y vengo de enterrar mi corazón”.
En cierta ciudad, conocí a otro
enterrador, con el que tengo una gran amistad. Cuando nos saludamos, aprecio
que la piel que cubre sus manos, es
áspera y dura, en contraste con el cutis que cubre su rostro, que es
alegre y en armonía con su sonrisa. Hablamos de diversos temas, pero no sólo
de difuntos, de los que unos, entierra
en sus nichos y a otros en mausoleos, en tanto a otros los entierra en plena
tierra o lanza al aire o a la tierra los polvos que han quedado de la
incineración de sus cuerpos. Ya dicen los Miércoles de Ceniza cuando la imponen
sobre nuestras cabezas: “acuérdate hombre de que eres polvo y en polvo te has
de convertir”. Tarda muchos años la conversión del cuerpo en ceniza, pero el
hombre moderno quiere adelantar los hechos e incinera a sus difuntos. Ahora nos
damos más prisa en quitarnos de delante a los difuntos. Pero está claro que
antes también las hubo, como la que puso
en práctica un enterrador, que conducía los caballos negros del Hospicio y que
se llamaba Pascual Montenegro. Y así lo tengo escrito en mi libro “Retablo del
Alto Aragón”: “ Así como Simón en el
pueblo era el único enterrador, Pascual fue en Huesca el último que condujo a
los difuntos en un coche de caballos
mortuorio, como una carroza en la que se hacía el último viaje y no triunfal
precisamente… Pascual iba revestido de negra librea con alamares dorados, que
concordaba con su rostro moreno y taciturno. A su paso por los Porches, la
gente se levantaba de sus butacas del Flor o
del Universal y unos inclinaban reverentemente la cabeza y otros hacían
devotamente la señal de la Cruz. Años antes el difunto era conducido a hombros
hasta los Porches, donde se introducía en la carroza…allí se disolvía el duelo
y los más allegados iban al cementerio”.
Los había que no respetaban
ni la muerte. Como “Carrusco”, que en cierta ocasión, cuado iba a ser
introducido el féretro en la carroza, arreó a los caballos, que se arrancaron
veloces”. El malintencionado, engañó a los caballos, a los que Pascual
Montenegro amaba profundamente, ya que cuado tomaba café, les hacía lamer el
azúcar a la que él renunciaba.
Pero mi amigo el enterrador
de manos ásperas y cutis fino, también amaba con locura a un nieto suyo, pero
así como a los caballos se les perdió la elegancia de su paso y de su trote, a
su nieto, “Lorenzín”, una enfermedad, le
hizo perder su salud. A los caballos de Pascual Montenegro les gustaba el
azúcar y al nieto de mi amigo le gustaban los pájaros. Por eso su abuelo, al
darse la fecha en que el niño hubiera cumplido cuatro años, fue al
cementerio y le llevó un pájaro de
colores, que compró en una juguetería. Al llegar la comitiva familiar al frente
del nicho y mostrarle el pajarico, otro pajarico se puso a cantar sobre una
rama próxima. Mi amigo, el de las manos duras, sintió reblandecerse su corazón
al escuchar cantar al verderol y de sus ojos salieron lágrimas de felicidad.
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