Le dedico este escrito al maestro de escuela, que en mi pueblo natal, me enseñó las primeras
letras. Yo vivía feliz en mi pueblo, desconocedor de toda malicia. Un día, para
mí, un día, no un día determinado del calendario, mi padre me cogió del brazo y
me llevó a la escuela. Ese día, que para mí, era como todos, limitado por el
alba y el ocaso, resulta que era la fecha, que el calendario señalaba como
comienzo del curso escolar. Entonces me enteré de que el calendario era un
tirano y no un cartón, en el que San Antonio sonreía a un niño gordito, y donde
habían pegado un taco de hojas numeradas. Después de percatarme de esta
servidumbre, empecé a notar la del reloj, que desde la torre de la vecina
iglesia, me marcaba, cada día, la hora de entrar en la escuela. En ella, me
enteré de que cada día tenía uno más y uno menos, en una palabra que los días
estaban contados, porque el taco del calendario estaba numerado; cada día se
arrojaba un papel al hogar, ardiendo presuroso y se iba tornando el taco más flaco
con el paso de los días, como la abuela Juana se secaba con el paso de los
años. Y volviendo al calendario, me incorporé al fin, resignado a su tiranía,
llegando a colaborar en su dictadura, arrancando yo mismo las hojas y empecé a
sentir curiosidad por el otro tirano que me marcaba la hora de entrar en la
escuela: el reloj de la torre. Me hice amigo del sacristán, que me subía a la
caseta de la maquinaria y allí en lo alto de la torre, veía el engranaje
de las ruedas, escuchaba el tic-tac sonoro y los golpes del martillo en la
campana María y me admiraba que la campana se llamase así y de que una de las
ruedas se llamase Catalina, como la luna y como una vecina. Me preguntaba como
se movía aquel mecanismo y el sacristán me decía que las pesas, con su peso,
hacían aquel milagro. El maestro en la escuela nos había explicado que no hay
reloj sin relojero ni mundo sin Creador y yo amaba aquel mundo y trataba de
relacionar el calendario con los días, las pesas con el peso de los años que
hacían ir hacia atrás a los hombres y en cambio el peso de las pesas hacía
caminar el reloj hacia adelante. Se mezclaba en mi imaginación la rueda
Catalina con la Sra. María y esta con la campana María, el peso de los años de
la abuela Juana con el peso de las pesas del reloj, el toque de las doce del
mediodía con el paso de ese peso de las pesas del reloj y ese toque de las doce del mediodía hacía brotar
en las gentes sencillas, el rezo del
Ave-María y hacía recordar la mecánica del reloj dirigida por el relojero y el
mecanismo del mundo por el Creador. Yo contaba estas cosas al maestro y él
sonreía complacido y contribuía con sus palabras a hacerme ver el mundo por su
lado amable y placentero.
lunes, 10 de junio de 2013
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