lunes, 5 de febrero de 2024

El tío del confite (7-X-1980)

 


 

Hoy he visto a un  montañés y me han dicho su nombre y el de su pueblo natal. No se trata de una historia poética como la que hizo exclamar a Bécker: ”Hoy los cielos y la tierra me sonríen, hoy llega a lo profundo de mi alma el sol”. Se trata más bien, de una historia prosaica, que me ha hecho rememorar vivencias infantiles. El nombre, el apellido y el topónimo del pueblo del montañés coincidían con los de un individuo que conocí, hace más de cuarenta años.

Me acerqué a preguntarle si era sobrino de don Miguel. De momento se quedó sorprendido, tanto, como si a usted le preguntaran por un tío, del que ni siquiera se había acordado en veinte pasados años. Reaccionó inmediatamente y me dijo que si, pero como buen montañés, siempre en guardia, afirmó que no había heredado nada de él.

El era un indiano de esos que van a hacer las Américas y les gusta volver a los pueblos de su niñez, para que sus paisanos y parientes vean que han triunfado. Cada vez quedan menos de estos afortunados, porque por lo visto en Ultramar también cuecen habas.

Era Don Miguel un hombre pequeño, pero con empaque, su pelo era blanco brillante y su piel delicadamente blanca, ésta contrastaba junto con su camisa, con el negro de su traje, cuya chaqueta sin abotonar dejaba ver su orondo vientre un tanto comprimido por su chaleco, de cuyo bolsillo pendía la enorme cadena de un reloj de oro. Asimismo el chaleco coincidía en el color, con el negro sombrero de amplias alas. Su cochazo, que todavía, en aquellos años de antes de la Guerra, no era un “haiga”, era también negro.

Llegaba año tras año a mi casa de Siétamo, se sonreía, preguntaba y no se manifestaba con muchas explicaciones. Se “fartaba”,  sacaba una cajita dorada, la abría y nos entregaba a cada uno de los hermanos un gordo confite. Se iba y ¡hasta el año que viene!.

Su señora, de la que tengo un vago recuerdo, sonreía interrumpidamente, pero no hablaba. Sus hijos tampoco, porque no los tenían.

Decían que su fortuna era inmensa, que en recorrer su finca argentina, tardaba el tren veinte horas. Pero yo, con mis escasos años, comprendía que contrastaba su riqueza con su falta de generosidad, limitada a un blanco confite. Mi tío José María, eterno solterón, decía: " Este elemento no conoce la generosidad del gaucho; sólo sabía cantar la milonga Niza y el tango Dido”.

Después de la Guerra, lo vi aparecer un día por la Plaza del pueblo y fui corriendo a avisar a mi padre, que estaba en la era. Bajó mi padre, le mostró la casa, que era entonces más solariega que nunca, pues por haber recibido el impacto de sesenta y cuatro cañonazos, le daba el sol por todas partes. Le enseñó las cuadras, donde ya no había ni vacas ni caballos, sino pulgas en turbamulta, de las que se llevó alguna. Al ver tan mal panorama, no hizo falta invitarlo a comer, porque debió comprender que no era oportuno, pensando:”Adiós Pampa mía, me voy porque ya no me quieres”!.

Pero antes de marchar volvió, como en otros tiempos, a abrir su cajita dorada y tomando dos confites, me los entregó. Tal vez, al ver la ruina de la casa, quiso aliviarla aumentando la dosis de confites.

Ya no volvió más y después de cuarenta años, he comprendido que a su homónimo sobrino, no le dejó nada. Tenía prisa y no me aclaró si también a él, le daba un confite.

Me quedé con las ganas de cantarle al montañés, el tango Dido.

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