jueves, 3 de enero de 2019

El ayer de Paternoy




No nos parece fácil encontrarnos con el ayer, pero sin embargo lo es; si por ejemplo pasamos por Ayerbe y al subir desde Huesca, nos introducimos en el pequeño pueblo, ya sin habitantes, de Paternoy y que ni siquiera tiene, en la carretera que sube a Pamplona, una señal que indique su localización. A pesar de estas dificultades, aún resulta fácil llegar a él y pienso en lo difícil que sería si no hubiesen construido la carretera que sube a la Ermita  de Santa Bárbara, que está a 866 metros de altura. Paternoy  está, poco más o menos a la altura de San Juan de la Peña. Al bajar de la altura de la  Ermita, se encuentran los conductores con el pueblo de Bailo, por el que se puede subir a San Juan de la Peña. Desde Paternoy ya se podía alcanzar  en tiempos pasados, San Juan de la Peña.
Una vez en el pueblo, resulta imposible hablar con sus desaparecidos habitantes, pero uno se encuentra con el ayer que le hace recordarlos, al ver la iglesia, las paredes de los huertos y de las casas, unas sin tejado y otras todavía con él, aunque con las puertas abiertas por algún curioso. Yo  soy curioso, pero no abro puertas y me meto por  ellas cuando están abiertas y me acuerdo de las mujeres, que en verano y en el patio de la casa, se sentaban sobre esas pequeñas sillas, que llevaban a la iglesia para usarlas en las misas ya festivas ya de funeral, mientras otras veces, en sus casas, cosían o limpiaban la verdura para dar de comer a aquellos montañeses, que hablaban castellano y aragonés y cuyos antepasados lo hacían en vasco. Por aquella zona se encuentran, entre otros pueblos de nombre vasco: Belarra, Bara, Ibirque y Zamora. En un patio, como llamamos aquí al lugar que en Castilla lo llaman el pórtico o zaguán, junto a un viejo banco de madera y posadas en el suelo se encontraban dos abarcas, como en el escudo de los Abarca, aragoneses y navarros de sangre real, que por estos pagos tuvieron sus señoríos. La palabra abarca, con k, está en el diccionario euskera y con el significado de calzado, que llevaban casi todos los habitantes de estas tierras. Pero no sólo las usaban los nobles, sino todo el pueblo, entre el que se encuentran todavía muchas personas que lucen tal apellido. Eran dichas abarcas enormes, como si pertenecieran a un gigante y pensé en comunicarme con él y lo hice, pero con pensamientos a través de las abarcas, que allí dejé, pero pienso que tal vez hubiera debido llevarlas al Museo de Sabiñánigo, diciendo su procedencia. Allí en dicho museo se encuentran otras, unas fabricadas con cubiertas de automóvil y también se exhiben otras, más antiguas, hechas con cuero.
Las antiguas civilizaciones dejaron bellas esculturas, que  los Abarca dejaron en Huesca en su casa-palacio, con un hermoso escudo con dos abarcas esculpidas, para luego ser derribada. Tenía el Abarca de Serué además de su casa-palacio en la calle de Sancho Abarca, un hermoso jardín del siglo XVII, aproximadamente por la casa del Barco y allí encontró Eliseo Carrera un escudo de cuatro lados, que tiene depositado en su casa de Huesca. En cambio el pobre hombre gigantesco de Paternoy, sólo dejó sus abarcas de cuero, que yo acabé de perder.
Uno se pregunta y ¿por qué desaparecen los hombres, los que dejan su arte y los que dejan sus miserias?.Ya nos contesta Rilke, cuando dice: ”Tierra ¡Marina!, somos tierra, somos mil veces primavera, como alondras que una canción fugitiva arroja a la invisibilidad”.
Si uno va, por la misma carretera a Nocito,  todavía encontrará gentes con las que podrá hablar, pero a mí no me hizo falta tal desplazamiento, pues el día veinticinco de Agosto de este año dos mil, me encontré en el parque de Huesca a un señor nacido en tal lugar, que se casó en Torres de Montes y hoy viudo, vive en la capital. Estaba con dos ancianos, uno de Castilsabás y otro de Fañanás y riéndose hablaban de aquella “chulla tan güena “, que calentaban en otros tiempos con aliagas encendidas, después de coger toda la mañana fajos de “garba”.”Escurriba a grasa d’a chulla y cayeban as gotetas en o pan”. Después, envueltos en humo, cogían la bota y se echaban “güen chaparrazo”, ”tres engullidas y a boca llena “. Los pastores en verano, lo tenían más fácil, porque la grasa se derretía, sólo con el calor, al llevar “a chulla" en una fiambrera. Este era el almuerzo, pero al llegar el mediodía, ya no tenían ni pan. Como no tenía pan aquella buena mujer, que al ver como un vecino suyo le echaba a un gran perro, un enorme trozo de ogaza, se lanzó sobre él y se lo llevó a sus hijos. El perro no reaccionó y el vecino le regaló un pan entero.
El viudo, al quedarse solo, se marchó a Huesca, pero con frecuencia va de una casa a otra, para llevar a la vieja lo que no emplea en la nueva; por ejemplo los vencejos los depositaba en la casa del pueblo, al no ser usados, porque allí no había ratas y con la esperanza de utilizarlos algún día, como si tuvieran oportunidad de resucitar, como si el ayer hubiera de volver, pero el mismo contradecía esa esperanza diciendo: ¡déjalos que se pudran!.
Se siente viejo, como la casa vieja, en cambio la nueva pone su esperanza en sus hijos.
En el fondo identifica su vejez con la de los vencejos y al decir que se pudran, debe pensar: yo también me podriré, porque, como dice Rilke: ”Tampoco en el tiempo menguante, tampoco en las semanas del cambio nadie nos ayudará más a alcanzar la plenitud, nadie sino nuestro propio paso solitario sobre el paisaje insomne”.

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