En el extremo de
la meseta, sobre la que se asienta Siétamo, se miraba a la Fondura, regada por
la fuente de los seis caños, el castillo-palacio donde vivió tres años,
Ana-Francisca Abarca de Bolea, que nació en Zaragoza. Colgada en una pared estaba
la noble cuna familiar, donde puede ser que la niña soñase sus primeros sueños.
Todavía me acuerdo de esa cuna, que me llamaba la atención y me parecía
demasiado grande para una niña tan pequeña; pero hoy me parece pequeña para una
aragonesa tan grande.
¡Cordero divino!
me decía "mama" Concha, cuando me arrascaba las espaldas en la cuna.
Y puede ser que su niñera le dijese lo mismo a Ana-Francisca, a ella que era
como una cordereta saltona y juguetona, como los corderos que corrían alrededor
de las ovejas kbarandilla de hierro forjado, de su cámara condal, miraba hacia
el Molino que molía el trigo para hacer el pan y veía la balsa de la Paul
-Saltadera, donde los tejedores mojaban el lino para hacer linzuelos, camisas y
manteles para el altar. Le hacían compañía los petirrojos y los lucanos, que se
acercaban a los niños sin miedo. La marinada, ya por la noche, traía un aroma a
tomillo y a mies. La lechuza que criaba en la falsa de la torre del castillo,
"chistaba" a los ronuecos, a las ranas y al ruiseñor nocturno, que
canta en primavera en las zarzas de la huerta de su padre. En estas fechas
aprendió las palabras aragonesas de niños y zagales, y además, de los viejos,
que sentados en los trozos de piedra de la puerta del castillo, transmitían sus
conocimientos a los mozos hortelanos y
les enseñaban las leyes forales y de riegos.
Pero su frescura
de niña se fue de la fuente de Siétamo a la fuente de Casbas y del río
Guatizalema a el río Forniga. Aquí estudiaba latín y castellano barroco, que
perfeccionaba en las tertulias literarias más barrocas de Lastanosa de Huesca.
Sin embargo
nunca pudo olvidar la ingenuidad de la fabla de su pueblo natal, y sus poesías
en fabla aragonesa demuestran que siempre conservó fresca su identidad de niña,
a pesar de que un día se vistiese con las solemnes tocas monjiles y alcanzase
la dignidad de Abadesa mitrada. Cuando llevaba el báculo, su crisma visionario,
veía en él, el bastón que cuando era niña le prestaba el repatán.
Y en sus últimos
días cambió las parras centenarias de la huerta condal por las rosas místicas
del huerto conventual. Al fin del camino recibió la eucaristía con pan de esos
molinos que había en las riberas del Somontano, la vistieron con túnica de lino
y en las palmas de las manos, con un rosario, le pusieron rosas de Jerusalén.
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