No conozco exactamente el número de habitantes, que en mi pueblo residen, pero ahora tengo más dudas que nunca, porque desde lo que he observado estos días en un entierro, he de considerar también como vecinos moradores, a aquellos seres, no humanos, que manifiestan su cariño a otros seres vivos, como por ejemplo los gatos y no solamente a los seres humanos.
Hace unos ocho meses murió el tendero de Siétamo, al poco tiempo de retirarse de tal oficio, con el que tenía a la gente del pueblo muy contenta y satisfecha. Era ya mayor y como se encontraba con la única obligación de cultivar su huerto, de cuya faena le sobraba mucho tiempo, se dedicó a arreglar su casa, dejándola muy elegante y arreglada, a tomar el sol y a cuidar a su gato con más mimo que cuando su trabajo se lo impedía. Casi yo, ni conocía al gato, porque casi no salía de casa, donde supongo que tendría algún rincón, para acostarse sobre alguna almohada, se subiría a alguna de las numerosas ventanas para tomar el sol y estaría siempre satisfecho de los alimentos que le daría, su dueño para alimentarlo.
¡Qué feliz vivía el gato pardo!, pero casi por sorpresa, le enfermó su dueño, tuvo que espabilarse para comer y por fin, vio jaleos por su casa, enterradores por el pueblo, hasta que el coche mortuorio llegó a la iglesia, mientras él se fijaba y nadie se daba cuenta de su nerviosismo. Después de enterrado, en poco rato desapareció la gente y todo el movimiento del entierro y ya no volvió a ver más a su querido compañero de la vida.
Yo, que antes no conocía casi al gato pardo, lo empecé a ver con más frecuencia, pues cuando en las puertas de algunas casas, estaba alguien, acudía a pedir, con cariñosos maullidos, que le dieran comida y muchos se la daban, porque no se sabían resistir al cariño con que el animal la pedía. Otras veces, cuando me marchaba del pueblo, ya no lo veía.
Pero aproximadamente, a los ocho meses del entierro del tendero, hubo otro en mi pueblo, el de una señora muy mayor y muy respetada por todos, tanto es así que al mismo acudieron más de treinta sacerdotes. Se congregó en la Plaza Mayor, una enorme multitud, de tal forma que no todos los asistentes pudieron entrar en la iglesia. Al ir a entrar yo mismo en ella, vi al pobre gato pardo, entre toda la gente y al salir, se había subido sobre el respaldo de piedra de los bancos de la Lonja, donde tristemente maullaba como si recordase el entierro de su antiguo dueño y esperase tal vez volverlo a ver.
La gente, extrañada lo miraba con cariño al ver que no se asustaba de la multitud y uno me preguntó: ¿qué hace aquí este gato pardo? Y yo le contesté: es que hace poco se murió su dueño y le parece que lo va a encontrar resucitado.
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