martes, 9 de enero de 2024

Casa Otal de Almudévar.-



Paseando tranquilamente por la parte norte de Almudévar, vi una gran casa o más bien una enorme casona, de aspecto noble pero algo deteriorado. Le pregunté a mi compañero de paseo que de quien era ese palacio y me dijo: la llaman Casa Otal, apellido que llevan los Marqueses de Artasona.

Me fijé con gran insistencia en la arquitectura del palacio, como queriendo percibir entre sus diversas obras, el apellido vasco-ibérico, tan aragonés y que en aquella vieja lengua quiere decir carrasca o carrascal bueno. Basta ver más arriba que todavía queda un hermoso carrascal, que en viejos tiempos debió ser inmenso. Me miré por la enorme puerta falsa, que estaba abierta, pero no se escapaban del corral gallinas, pavos ni patos mudos,  viendo en su interior unas amplias escaleras que al parecer subían a los pisos y desde el primero de ellos, se debía acceder al patio, que está en la cara sur de la casa-palacio. En su alta cima y más alta que el tejado, se encuentra un cuadrangular observatorio con sus paredes, que poseen ventanas y con un tejado, desde cuyo vértice caen cuatro triángulos. Desde tal altura observaban el monte, para contemplar sus ganados y vigilar si las parejas de mulas estaban labrando. Era como una galería que les servía de observatorio y me acordé de la que también en casa Almudévar de  Siétamo subíamos, antes de la guerra a contemplar el monte, pero  los cañonazos la derribaron.

En una finca propiedad de los Marqueses, que se encuentra en Almudévar y a la  que  llamaban Artasona, Colonización levantó un pueblo con el mismo nombre. Cerca de Ayerbe había una aldea también conocida por Artasona, que pasó luego a ser una finca, que más tarde compraron varios labradores. En la parte nororiental de Huesca se encuentra todavía otro  pueblo con el mismo nombre. En Navarra y en Alava también existen dos pueblos a los que  llaman Artajona.

Yo no sé si los descendientes de los Marqueses se acuerdan de su palacio de Almudévar, pero como hace ya muchos años que no pasan temporadas en él, no me extraña que no les cause nostalgia el ver su casa tan desangelada. Pero sin embargo hay todavía alguna persona que se acuerda de casa Otal, como Sebastián Grasa, que ahora tiene más de cien años y que cuando tenía tan sólo catorce, es decir hace unos ochenta y seis, se acuerda de la señora Asunción, que la gobernaba con gran celo. Debía ser la viuda del encargado de los montes de los Otal. A sus órdenes estaban siete muleros, que con sus siete pares, tenían que labrar aquellos campos, pero no eran sólo ellos los que vivían en aquella casona, porque allí había caballos, asnos, gallinas y perros, unos mastines enormes, otros de caza y algunos para cuidar ganado, a los que había que cuidar y además había gran número de criadas, porque no sólo lavaban las ropas sino que tenían que dar de comer a los hombres. Tenían también unas dos mil ovejas, para las que disponían de varias parideras en el monte. El hortelano cultivaba la huerta, que se encontraba en el camino de la Violada, antigua Vía Lata.

He dicho que tal vez no les cause nostalgia su noble casa de Almudévar, pero eso es imposible porque el centenario Sebastián Grasa, cuando a sus trece años estaba con el ganado lanar en Almudévar, me contaba que además del escudo de los Otal, que ostenta las cuatro barras de Aragón y que se encuentra en la fachada del Palacio, él había visto algún cuadro con el mismo escudo y otros con señoras portadoras de mantillas y caballeros con uniforme. Al pasar por la calle donde asienta la casa-palacio, observé que hasta en los herrajes de la barandilla de los balcones, se encuentra el escudo aragonés.

Tenían grandes fincas a las que llamaban “filadas”, que estaban “encañadas” es decir que en tiempos pasados se les habían abierto zanjas, en cuyo fondo se colocaban piedras en los lados  y otras encima cruzadas, tapando después las zanjas con la tierra que habían sacado. Cuando llovía no se estancaba el agua en la finca, sino que corría por los canales de piedra que habían puesto y se dirigía a una balsa, que por nombre tenía la balsa de Chinflorín, donde iban a abrevar, no sólo sus ganados, sino también algunas vacas de Almudévar, lo que no le sabía muy bien a la señora Asunción. Tenían también otra balsa, la de arriba, que estaba en el monte alto y a la que llamaban balsa de las Balastrosas.

El salinero Sebastián Grasa, que ahora tiene ciento un años, estaba de “repatán” o rabadán en un  ganado del pueblo de Fago y a su dueño lo llamaban el Fagotano, aunque su verdadero nombre era el de Juan Barcos.

El “repatán” no veía demasiados conejos por el monte, pero liebres y perdices abundaban por aquellos parajes. Hablaba con los cazadores y con los guardas sobre la caza. Un día, uno de esos guardas le dijo que por qué tenía el ganado aprovechando unas yerbas, que eran del Marqués, que como he dicho tenía también sus ganados. No lo castigó porque el chico le explicó que se había caído por una pared.  A los pocos días le preguntó que como tenía el tobillo, a lo que el chaval le contestó que aún le hacía un poco de mal. Se acuerda Sebastián hasta del nombre de los dos guardas, pues dice que uno se llamaba Clareta y otro González y me dice que guardaban muy bien el monte.

Una vez el Fagotano que era un gran cazador le dijo a Sebastián: levántate  que vamos a matar una liebre, tú bajas por este “cerrau”,  porque allí hay una  a la que tienes que mover, haciéndole ruidos y yo la esperaré allá arriba. Cogió Sebastián la vara y se puso a golpear las aliagas y los olivos y las carrascas y  a un momento dado, brincó la liebre, corrió hacia arriba y el fagotano le pegó un tiro y la mató. Lo que no me ha dicho Sebastián si el Fagotano le dio de comer algún “cacho” de liebre, pero más tarde me confesó que muchas las regalaba y con otras comían todos los pastores, incluido el Fagotano y él mismo.

El carrascal extenso que todavía permanece en el monte alto de Almudévar, me cuenta Sebastián que llegaba hasta cerca de Montmesa, casi hasta la atalaya de Tormos y que está hecho dicho pantano con tierra. ¡Cómo se fijaba en las cosas a pesar de ser un niño!. De allí  sacaron el Canal, que después de pasar por Almudévar, entró por   Tardienta, donde hace pocos años recibió el agua del río Cinca. Todavía entonces estaban levantando la presa, pues allí convivió con un mozo de unos treinta años y paisano suyo, porque había nacido como él en Salinas de Jaca, pero en el viejo, no en el actual, que está al lado de la carretera de Jaca. Era su amigo conductor de un camión que acarreaba la tierra que iba a formar parte de la presa,  “conducía muy bien” y el camión pertenecía a Cocorro de Ansó, que ya murió y descargando tierra en la presa, volcó el camión, no pudo escapar y murió. Cuando me contaba la muerte de su amigo le temblaba la voz, como si las lágrimas estuvieran a punto de acudir a sus ojos.

Cocorro era una persona que hacía negocios, pero era noble, porque a Sebastián lo encontró en cierta ocasión en un bar de Zaragoza y no le dejó pagar el café que se había tomado. Tenía además de los camiones varias tierras, que hasta el día de hoy se pueden ver cerca de Bailo, y hay un cartel en la entrada de un monte, en el que pone Pardina de Cocorro.

Al nombrar a Cocorro, que era un ansotano, me explicó como su mujer  más tarde trabajó también para él en un castillo que tenía en la pardina de Montañana.

Estuvo varias veces Sebastián en Almudévar, llegando a comprar por diez mil duros dos campos, llegando a tener doscientas ovejas. Esta posesión le llevó a pensar en comprar una casa en Almudévar, pero como no tuvo ocasión de hacerlo, se fue a vivir a Siétamo.

Los Marqueses de Artasona no deben tener intención de volver a vivir en Almudévar, cosa que no sólo les pasa a ellos, sino también a mucha gente que emigra a las ciudades grandes, pero esa circunstancia no les impide acordarse de regalar al ayuntamiento de la Villa su gran bodega, que será arreglada para gozo de los hijos de Almudévar. Ese regalo demuestra que tienen buen corazón.

El buen Sebastián no pudo quedarse en Almudévar, donde ahora estaría gozando de sus más de cien años, pero yo tuve la suerte de que se encuentre en la  Villa de Siétamo, donde me cuenta innumerables historias antiguas y muy humanas, que yo trasmito a todo aquel que le interesan.    

 

 

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