Justamente donde la
Urbe oscense se acababa, hace de esto unos sesenta o setenta años, subiendo por
el Coso Alto y allí donde tan noble calle o avenida se bifurca, en su lado
izquierdo comienza la Avenida de Monreal y en ella se encontraba la casa de la madre
de mi amigo López. El Coso Alto se separa en dos calles, una la Avenida de
Monreal y otra por la Calle Costa. Se pusieron carteles donde están
señalados los nombres de ambas calles y separados el uno del otro, a unos tres
metros y medio.
El nombre del Coso Alto se puede leer en
el límite de la última casa de tal calle, que está como nueva, y el cartel en
que está escrito el nombre de la Avenida de Monreal, pende de la primera casa
del lado izquierdo de dicha Avenida. La casa que soporta dicho cartel no está
nueva, porque yo al recordar otros tiempos, en que acudí a ella acompañando al
hijo de su dueña, se me representan en la memoria la belleza de dicha dueña y
el carácter arquitectónico de la entonces hermosa casa.
Tendríamos ambos amigos, Toñín y yo,
unos diez años y unas ganas enormes de jugar, de ver los animales, de amar y
ser amados por otras personas y de contemplar la originalidad de la
arquitectura de los edificios, como la de aquel, que estaba
construido como la primera casa de la Avenida de Monreal.
En la casa, propiedad de la madre de
Toñín, que viéndola entrar en su piso, me dejaba anonadado por su
belleza, su elegancia y por otra parte su soledad, porque ya no vivía su
querido esposo. Parecía estar esperándolo, dentro del piso y por eso no estaba,
cuando yo iba acompañando a su hijo, con su ropaje descuidado, sino que
iba muy bien vestida y con su peinado impecable, que rodeaba aquella cara
hermosa y triste al mismo tiempo. Al entrar su hijo parecía que su rostro se iluminaba
y a mí, me trataba con cariño. Poco tiempo estábamos en la vivienda pues luego,
bajábamos del piso por una escalera al jardín y al huerto. Otras veces
entrábamos directamente al huerto, por un portal, que hoy está tabicado, como
si fuera una puerta falsa, por la que podían pasar carros y parejas de
mulas para labrar y llevar estiércol. Por esa puerta entrábamos a recorrer el
jardín y el huerto, aquel exhibiendo sus flores y éste sus lechugas, coles,
pepinos y calabazas, que el hortelano regaba con la acequia por la que corría
el agua. Al lado de la acequia unas viejas higueras te invitaban a comer
algunos de sus dulces higos. Desde los cristales de la ventana posterior del
piso, se veía el paisaje descrito, que resaltaba a la casa, dándole el doble
aspecto de su elegante arquitectura, acompañada o adornada por la Naturaleza,
que con sus aguas regaba las flores y las frutas.
Entonces no estaban todavía construidas
las casas que ocupan sus lados, ni las de enfrente, pero la casa de mi amigo
Toñín resultaba agradable al mirarla y al contemplarla.
Toñín era generoso y cogía para sus
amigos huevos de la pequeña granja, que estaba al lado del huerto, para que el
olor, los cacareos de las gallinas y los insectos no molestaran a los
habitantes de la casa y aquellos huevos, haciendo una pequeña hoguera, los
cocía y transformaba en huevos duros, que con gran placer nos comíamos,
acompañados con unas hojas de lechuga.
No sé en qué año se
construiría la casa ni quien la hiciera, pero al pasar por delante de
ella en estos años primeros del 2.000, en mi corazón se han juntado el recuerdo
de su bella señora viuda, dueña del edificio y de su hijo, gran amigo mío, que
siempre iban elegantemente vestidos, con la desagradable presencia de la vejez,
que se llevó a la señora y que se ha apoderado de su fachada, que al mirarla me
produce una horrible congoja.
En la mitad del siglo XIX, se buscó una
arquitectura guiada por la tecnificación, en la que había que destacar una
racionalidad constructiva, en la que dentro de la belleza, se buscara la
comodidad y el aprovechamiento del terreno, pero generalmente se tendió a la
proliferación de la plasticidad de las fachadas, recargándolas de elementos
decorativos.
Esos elementos decorativos ya no
estarían basados en la piedra y en los mármoles, sino en el cemento, con el que
están construidos las puertas y ventanas, los balcones y los
“canetes” del alero. En la fachada se ven geométricamente unos
mosaicos verdes con una flor en el centro. Encima del balcón hay una figura de
cabeza femenina, que a mí me recuerda a la dama viuda, hermosa, madre de mi
amigo y sueño que cuando derriben la casa, alguien la guarde, la recomponga y
exponga en un lugar agradable de su casa. Así como el puente colgante de
San Miguel, construido en 1917, contrasta con la piedra de la iglesia del
convento, la casa de la dama ha mirado desde que la construyeron a la Casa del
Barco, donde se encontraban los jardines del Señor Abarca, con su noble escudo,
que se conserva en el jardín de la casa de Don Eliseo Carrera. En Huesca
hemos acabado con numerosas obras arquitectónicas como el Convento de San
Bernardo, la Sinagoga de Barrio Nuevo, la casa de Carderera, el Teatro principal
y estamos viendo cómo se arruinan las murallas y la casa de la Avenida de
Monreal.
No sólo hemos de tener presente el
respeto a las piedras, sino también el amor a las personas que crearon
esos monumentos, unos con su trabajo manual y otros con su esfuerzo
intelectual. Me acuerdo en estos momentos de mi tía Pilar Carderera Almudévar,
que con sus ropas antiguas, con su mantilla y apoyada en su bastón, la
encontraba caminando por esas calles oscenses y otras veces me recibía en su
casa noble y bella. En aquel patio encontraba a sus porteros, él gran músico
que dirigía la enseñanza de tal arte y su físicamente gruesa, amable y siempre
sonriente esposa, que eran ambos naturales de mí y de su pueblo de
Siétamo. Para Dios no hay ni pasado ni futuro, todo está presente
para Él. Los hombres debíamos también tener presentes a nuestras mujeres y a
nuestros hombres del pasado juntamente con sus monumentos.
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