La vida tiene sus encantos y si no los tuviera,
habría que inventarlos, porque el encanto es aquello que suspende siquiera por
un momento las penas del alma, causa admiración y llena de gozo los sentidos.
Eso es lo que a mí me pasa en presencia de un niño o de una bella mujer. La
vida moderna tan materialista y tan agitada, nos impide fijar nuestra atención
en aquello que podría causarnos encanto y cunde el desencanto en el que lo ha
poseído alguna vez, un estado de carente de encanto o melancólico en el que no
lo ha poseído o una angustia en el que lo busca; por eso lo niños que son todo
encanto e ilusión dejan de serlo tan pronto. Menos mal que quedan los poetas,
que son capaces de encontrar el encanto en personas, en animales y en cosas,
que los enamoran o encantan.”¿Qué es poesía?, me preguntas, mientras clavas en
mi pupila, tu pupila azul. Y ¿tú me lo preguntas?, poesía eres tú”.
Esa mujer encantó a Becker, pero también lo encantó
aquel arpa, simple objeto, que “del salón en el
ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de
polvo", esperaba que una mano de nieve supiera arrancarle las notas. Si
esas notas hubiesen sido acompañadas por una canción, tal vez comprenderíamos
mejor que encantar viene del latín in-cantare y las sirenas encantando con sus
voces a los nautas de Ulises, algo de esto nos confirman. Hay, sin embargo
cierta diferencia entre uno y otro encanto y es que el que logra una bella
mujer en nosotros, sin proponérselo, es el verdadero; esa mujer es encantadora
no hechicera, ya que las sirenas son otra clase de encantadoras pues encantan
alterando la razón para conseguir sus perversos propósitos.
El encanto es más noble que el hechizo, porque éste “supone daño y causa temor, es en definitiva sinónimo de maleficio”. Sin
embargo el sentido de las palabras no es tan estricto en el lenguaje ordinario,
porque decir que una mujer hechiza con su mirada, no suele ser mal
interpretado, igual que cuando una joven dice de un joven que está de un guapo
que marea.
He dicho que una mujer hermosa o un niño pueden
encantarnos, como pueden hacerlo una flor, un paisaje o una buena reproducción
artística de esas personas, de esa flor o de ese paisaje.
Tal vez, a alguno le parezca tópico eso del encanto
de la mujer o de la flor, pero es que hay otras cosas que también lo tienen; ¿
quién no ha oído hablar del “discreto encanto de la burguesía”, del dulce
encanto de la música o del sublime del
amor?. Los que no llevaban corbata se la han colgado al acceder a burgueses, la
música de otros tiempos vuelve y el amor
es eterno, al menos en el tiempo de la humanidad, aunque sea efímero para
muchos humanos actualmente. Cuando uno habla con una mujer encantadora, los que
miran con ojos picarescos no entienden de encanto, sólo de pasión o más bien de
vicio, pues para apasionarse hace falta temperamento, ya que cuando es anciana
la interlocutora no se fijan, aunque las viejas también tienen su encanto.
Para demostrarlo, me acuerdo con frecuencia de la
señora Juana, que era pobre, en el sentido que este mundo materialista entiende
por tal: tanto tienes, tanto vales. Tenía su casita, con el cantaral en el
patio o portal, como una capillita de piedra picada, donde cabían un cántaro y
un botijo; ¡qué fresca se conservaba el agua en el cantaral!, igual que la
campana en el campanario e igual que la “agüeleta” en su caseta. ¡Con qué
ternura colocaba un paño debajo del cántaro y con qué cuidado escobaba las
cenizas del hogar!. Preparaba el fuego con cuatro ramitas, justo las que
necesitaba para hervir el pequeño puchero de loza de Bandaliés. Entonces
ahorraban energía, no como ahora que se derrocha, a capazos. Tenía un
reclinatorio que además de usarlo en misa y en la novena, lo llevaba a los
carasoles para sentarse a conversar con otras viejas y calentarse con los rayos
del sol. Allí me enteré que las ancianas tenían el pelo blanco, cuando al
quitarse la toca, se sentaban, formando
un rolde con sus silletas, para peinarse una a otra con aquellas peinetas
cortas y anchas con dos filas de púas.
Con pocos bienes vivía feliz a su manera, pero tenía
una riqueza que se va perdiendo entre los humanos: la ternura, la amabilidad
(amorosidá).Si se caía una tajada de pan, la recogía y la besaba. El gato
esperaba las caricias de su dueña y el calor de sus faldas si no lucía el sol o
estaba el hogar apagado. Yo, que tenía cinco años, le llevaba alguna col y
enseguida atizaba el rescoldo y echaba ramas y el mejor leño para que me
calentase. Después preparaba agua rica y
me daba una galleta para comerla mojada en esa agua. En mi casa había mejores
golosinas, pero no me sabían tan buenas.
Los duelos con pan son menos, y el pan con ternura
es mejor, aunque sea seco. En cierta ocasión nos vio a unos cuantos niños
maltratar a un pequeño gato y con ternura, nos dijo: ¡no tengáis malas
entrañas!; desde entonces no volví a tratar mal a ningún animal. Un día nos vio
fumar “petiquera” y en lugar de decir ¡mira que lo voy a charrar!, exclamó: ¡no
seáis fumarretas que se os “alcorzarán as crecederas”.
Una tarde mirando por la ventana trasera de mi casa,
la vi rezar en la puerta del viejo cementerio, donde ya no se enterraba a
nadie; desde entonces la espiaba para verla rezar. Desde ese portal se divisa
Santolaria, de donde la Sra. Juana era nativa y me han dicho después que allí
le rezaba a la Virgen de Sescún. Me parecía la buena señora, un nexo de unión
entre los antepasados y los presentes. Consiguió transpasarme un poco de su
ternura, de la que tan poca queda. Cuando algo se pasa de moda, se tira como se
tira al hombre del que ya no podemos sacar provecho o a la mujer cuyo verano u
otoño, se cambia por una nueva primavera.
Por estas cosas yo conservo el cantaral de nuestra
casa con sus cántaros y su botijo.
Pero se puede encontrar también el encanto en
cualquier lugar sencillo, incluso en una cuadra. Para el que por su condición
de ciudadano o para ese joven de pueblo que conduce un tractor, puede sonarles
como algo extraño eso de que la cuadra tenía sus encantos. Quizá no se haya
escrito mucho sobre este tema pero cuando la Sagrada Familia se refugió en un
establo, entre una mula y un buey, no sé si lo haría por encontrar en él ese humilde encanto del
que he hablado o por la razón pragmática de gozar del calor que con su aliento
y con la irradiación su de extensa piel, producían tan voluminosos animales,
pero en todo caso se creó un ambiente encantador, tanto, que todo el mundo
cristiano lo reproduce, después de dos milenios, en las fiestas navideñas.
En la cuadra languidecía la pobre luz de la bombilla
de quince watios, un olor medio aromático de paja seca con fiemo caliente, vaporoso, evacuado por las mulas y un
ambiente uniformemente templado hacían que en el establo se estuviera bien. En el
resto de la casa el frío era glacial; en el hogar casi se había consumido
la leña y el escaso calibo lo había
tapado la abuela, para que al día siguiente, después de escalibado, prendiese
la ramilla y los tueros recios para freír el almuerzo, calentar el caldero,
guisar la comida, volver a calentar las patatas de los cerdos de nuevo en el
caldero y la cena, secar los peducos del hombre al volver del monte y echar la
última calentada. Aquel día, al enterrar los pocas brasas que quedaban con la
ceniza, bajamos a la cuadra para mirar como las arañas se movían por sus telas,
como las pocas moscas que quedaban, torponas por la estación fría, se
enganchaban en las redes para ser devoradas y como la mula torda se echaba
pedos; Jorge le levantaba la cola y le ponía una cerilla apagada cerca del
“cagadero” y cuando salía el gas se encendía con un ruido de soplido que se
acababa cuando la llama alcanzaba su apogeo, al oír el macho morico ese
soplido, él resoplaba: brrrrrr……y “batía a coda”, mascando con un ruido
característico los cuatro granos que le quedaban y que rebuscaba golosa entre
la paja del pesebre. Dábamos volteretas los niños, mientras tanto, sobre la
colchoneta de pinocheras del camastro y comprendía que el Niño Jesús hubiera
querido nacer entre una mula y un buey.
Jesús pudo haber nacido en un castillo pero prefirió
el encanto del establo, de la sombra de las palmeras y el de una humilde
carpintería al encantamiento seductor de los castillo encantados. El encantamiento de esos
castillos, su maleficio, en unos casos producido por fantasmas, muchos de ellos
revestidos con sábanas y sonorizados con cadenas, pero Kafka entendió que en
“El Castillo” se encerraba el fantasma del poder; muchos hombres quieren tener
acceso a su recinto atraídos por un encanto no natural, que no llena de gozo
los sentidos y el alma sino por un encanto alucinante y alienante producido por
el encantamiento maléfico, que ejerce el fantasma del poder. Del encanto del
establo hemos pasado al desencanto del Castillo a través del encantamiento; se
trata de un desencanto por desengaño.
Fray Luis de León dice: "Despiértenme las
aves con su cantar sonoro, no aprendido; no los cuidados graves de quien
siempre es seguido, quien al humano trato está atenido” y en esos versos queda
definido ese paso del encanto al desencanto, pero muchas veces se encuentra uno
con estadios intermedios, que reflejan o producen en el alma, asombro unos,
angustia vital, melancolía o nostalgia otros.
En aquella cuadra, mejor dicho en el espacio empedrado
que cubría el espacio en declive que iba desde la puerta hasta la cama de paja
de las caballerías, al encender la mísera luz, descubría uno como caminaban
torpemente las negras y pesadas cucarachas; a pesar de su fealdad no producían
la repugnancia de las marrones y ligeras que aparecen en los mostradores o bajo
las cafeteras de algunos bares.
Trataban aquellos coleópteros, al notarse
sorprendidos, de ocultarse en sus agujeros, pero me acuerdo de aquella vieja,
tan negra como las cucarachas, con su pañoleta negra atada debajo de la
barbilla, su toquilla y blusa negra, sus sayas, delantal, medias y alpargatas
también negras, que quiso darnos a los niños una más negra diversión. Cogió
varias cucarachas y derramando sobre sus dorsos una gota de cera, iba pegando a
cada una, un corto cabo de aquellas delgadas velas usadas el día de la
Candelera, a las que llamábamos
candeletas; apagó la luz y fue encendiendo las velillas, que como mástiles
portaban los bichos.
Aquellos lentos animales empezaron a correr como
desesperados huyendo del fuego que parecía, en aquella oscuridad, salir de sus
cuerpos. La vieja reía encantada, los otros niños se quedaban asombrados y yo
era presa de la angustia. La vieja encontraba un extraño encanto en el
espectáculo; en mí no había encanto ni desencanto, sino angustia, pero después
me ha ayudado a comprender a Kafka en su “Metamórfosis”.Relataba de un modo
escalofriante, como un hombre se iba transformando en cucaracha, como colocado
en decúbito supino, no se podía levantar; era el procedimiento que utilizaba la
anciana para inmovilizar a las cucarachas desde que las capturaba hasta que les
colocaba la vela maldita. De la mismo forma que el héroe o el miserable de
Kafka se transformaba en cucaracha, parecía que aquellas verdaderas cucarachas
se transformaban en hombres; corrían, corrían locas como corremos los hombres,
parecían llenas de angustia por el peligro que llevaban encima, como nosotros
estamos muchas veces angustiados por lo que puede pasar, por la ambición, por
la búsqueda de una luz que nos obsesiona, al contrario de las cucarachas que
aborrecen la luz y buscan su encanto en la oscuridad.
Kafka buscaba la luz en la oscuridad de su ambiente,
¿sería por eso que convertía a un hombre en cucaracha?.
Nosotros vamos buscando el encanto luminoso en las
grandes luces, que nos deslumbran y no nos dejan ver las pequeñas luces, las
pequeñas cosas amables, los pequeños placeres que producen encanto. Yo
asimilaría esas pequeñas cosas con encanto a los duendes y a los fantasmas a todo
aquello con que tratan maléficamente de encantarnos. La vieja de las cucarachas
me resulta fantasmagórica. Kafka, en cambio, aunque se expresa de un modo duro,
cruel, tiene duende, quiere que la humanidad prescinda de todo aquello que hace
desaparecer el encanto de la vida.
Cuando las personas o las cosas poseen un “qué sé
yo", un algo que no podemos
definir, pero que nos atrae amablemente,
decimos que tienen duende. Si, lo tiene el flamenco, la jota, que lo
debe tener grande, ya que me pone la carne de gallina, un callejón sin salida,
un viejo monasterio; ¡tantas cosas! pequeñas en sí mismas, pero grandes para el
que sabe descubrir ese duende. ¿Qué encanto tendría un castillo inglés sin su
duende?.Yo creo que Cardús cuando estudiaba en Alemania hizo amistad con
algunos de ellos en esos castillos de Babiera que mandó construir el Rey Luis
el Loco. Si, el duende amigo le dijo donde estaban los cientos de castillos que
encontró en la provincia de Huesca o tal vez le diera recomendaciones para los
duendes españoles. Yo los veo por todas partes y se me plantea un dilema,
¿verdaderamente hay muchos? o ¿es que entre unos pocos llegan a hacerse
presentes en aquellos objetivos que les marca el Gran Duende?.
Aunque los veo, no he conseguido hacerme amigo ni de
uno de ellos, como mi pariente Cardús para preguntarle la clave del dilema.
Para mí que son pocos, pero cuando escuchan las llamadas de la gente sencilla,
acuden presurosos. Eso debe ocurrir y si las personas tienen sensibilidad,
conectan con los duendes. No sé tampoco si tienen mucho trabajo. Cuando logre
esa tan deseada amistad con un duende, le pienso pedir que me saque de este
laberinto. Puede ocurrir que exista paro duendil. Si así ocurre constituirá una
agonía para él, no poder “dondear”, como para tantos parados el no poder
trabajar. En tanto me sacan o no del laberinto, intento salir yo solo. Me
parece que cada vez los llaman menos, porque a la gente se le va embotando la
sensibilidad, se le ha puesto un caparazón de egoísmo, de consumismo. No somos
sensibles como antes y otros que lo son, viven muy apresurados y no tienen
tiempo para sentir. Es raro que los hombres que dondean tanto, no se encuentren
con los duendes, que hacen lo mismo, pero hay, gracias a Dios, hombres que
encuentran el encanto y reconozco que una de las mayores satisfacciones que
saco de mi afición a escribir es el encontrarme, al abrir un libro, con
pensamientos iguales que los míos, pero expresados con más belleza. Al abrir un
libro de Pablo Neruda me encuentro con una “Oda a las cosas”, qué entre otras
cosas dice lo siguiente: “Amo las cosas loca - locamente - me gustan las
tenazas - las tijeras, - adoro - las tenazas, - las argollas, - las soperas, -
sin hablar, por supuesto, - del sombrero”. “Amo –todas-las cosas, - no porque
sean - ardientes - o fragantes, - sino porque - no sé, - porque este océano es
el tuyo, - es el mío”. Oh río - irrevocable - de las cosas, - no se dirá - que
sólo - amé - lo que salta, sube, sobrevive, suspira.- No es verdad: -muchas
cosas - me lo dijeron todo.- Y fueron para mí tan existentes, que fueron
conmigo media vida - y morirán conmigo media muerte”.
Al encanto del que he hablado, puede sucederle el
desencanto, el deterioro o la perversión del encanto.
Todos hemos sufrido desencantos; para mí, el
que mejor ha expresado el suyo, ha sido
Gustavo Adolfo Bécquer por medio de estos versos: “Cuando me lo contaron, sentí
el frío de una hoja de acero en mis entrañas, cayó sobre mi espíritu la noche y
en ira y en dolor se anegó el alma". ¿Quién me dio la noticia?. Un buen
amigo, me hacía un gran favor, Le di las gracias”.
“Los cuidados graves de que siempre es seguido quién
al humano trato está atenido” hacen que el paso del tiempo despiadado merme sus
facultades físicas, intelectuales y su afectividad”. El entorno, la
“circunstancia” de cada uno, que diría Ortega hacen que en unos se deteriore el
encanto o que casi llegue a desaparecer. Esto le debió ocurrir a Pascual
Montenegro y al conocer su nombre, tal vez ustedes piensen que voy a contarles
un cuento mejicano o andaluz, pero no, porque su historia tuvo su tiempo y
lugar en Huesca. A lo largo del relato, seguro que alguno de ustedes, lo
reconocerá.
Pascual tenía por nombre y Montenegro por apellido y
haciendo honor a este apellido era cetrino de piel, tirando a negro. He
intentado saber de donde era y así como de la Parrala unos decían que era de
Moguer y otros que de Palos, no he logrado enterarme, aunque no creo que fuese
tarea dificultosa el averiguarlo. Así como Simón en el pueblo “era el único
enterrador”, Pascual fue en Huesca el último que condujo a los difuntos en un
coche de caballos mortuorio, como una carroza en la que se hacía el último
viaje y no triunfal precisamente. Era tirada por un tronco de caballos negros
con un penacho blanco entre sus cortas orejas. El iba revestido de negra librea
con alamares dorados, que concordaba con su rostro moreno y taciturno. A su
paso por los Porches, la gente se levantaba de sus butacas del Flor, del
Universal y de los varios bares, que allí estaban ubicados y unos inclinaban
reverentemente la cabeza y otros hacían devotamente la señal de la Cruz. Años
antes el difunto era conducido a hombros hasta los Porches, donde se introducía
en la carroza; allí se disolvía el duelo y los más allegados iban al
Cementerio. Los había que no respetaban ni la muerte, como un cestero apodado
Corrusco, que en cierta ocasión, cuando iba a ser introducido el féretro en la
carroza, arreó a los caballos, que se arrancaron veloces. Los que iban en el
duelo no vieron muy oportuno ponerse a gritar por no romper el silencio
respetuoso que acompaña a tan tristes despedidas. Pascual emprendió el camino
tan trillado por sus caballos y rutinariamente con su trote monótono alcanzó
las puertas del Camposanto; dió una voz al conserje gritando: ¡sácame a ése,
que tengo prisa! ; no le faltaba razón, pues en épocas de epidemia hacía
conducciones a destajo por ser el único conductor de la única carroza funeraria
de la ciudad. El conserje llamó a los enterradores, que acudieron presurosos y
comprobaron atónitos que el muerto se había perdido y exclamó Pascual: ¡ya me
ha jodido Corrusco!.
Desde entonces muchos oscenses llamaban a Montenegro
el “pierde muertos”. Hizo volver rápidamente a sus corceles hacia la ciudad y
cuando llegaba a la altura de la fuente del ibón, hoy paso a nivel del
ferrocarril, divisó desde su pescante el cortejo funeral; los portadores del
féretro avanzaban lentamente y cansados por el peso del muerto. Uno exclamó: ya
era hora de que aparecieras, ¡pierde muertos!.
Montenegro quería mucho a sus caballos y dormía con
ellos en la cuadra; cuando iba a los bares a tomar café, les guardaba el azúcar
y al volver a los establos, que estaban en la huerta del Hospicio relinchaban
de alegría, al tiempo que orientaban sus orejas al lugar por donde venía.
Eran los pobres animales muy bien aprovechados, pues
en sus ratos libres labraban la huerta, la granja de la Diputación, acarreaban
la leña, el carbón y llevaban el oxígeno al Hospital Provincial. En cierta
ocasión el señor Antonio dio varios latigazos a uno de los caballos
injustamente, pues lo había sobrecargado; el noble animal trató de defenderse y
se incorporó agitando sus manos sobre el agresor, como el caballo Furia de las
películas; llegó entonces Pascual y gritó: ¡Sultán, Sultán!;éste se apaciguó y
acudió mansamente a lamerle las manos. No tenía miedo a nada, ni a los muertos
ni a la muerte; dormía debajo de las patas de los caballos, que tenían cuidado
de no hacerle daño. Hasta las ratas que pasaban por encima de su cuerpo, le
respetaban y no le mordían. Sólo los hombres quisieron hacerle daño, pues en
cierta ocasión lo llevaron a fusilar y no protestó; estaba tan acostumbrado al
camino de la muerte que lo debió encontrar natural y si no se dan cuenta por
terceros de que llevaban el reo cambiado, aquel día hubiera sido el último de
su vida.
No era amigo de los hombres vivos, sólo lo era de
los muertos y de los animales, quería a los gatos, a los perros y a los
caballos Sultán y Lucero, que cuando recibían su orden de enganchar, enculaban
solos en las varas de la carroza y agachaban la cerviz para recibir en sus
cuellos las colleras. Era tan pacífico que a su perro tuerto, lo llamaba
Sanchi, que por cierto se entrecruzaba entre las patas en movimiento de los
caballos y nunca las rozaba.
Los encierros eran clasistas y se hacía notar la
categoría del muerto, según las cortinas de la carroza fuesen moradas, rojas o
blancas. Pero quedaban los “parias”, aquellas personas pobres y desamparadas,
que después de introducidas en cajas de chopo, desnudas y agrietadas, eran
conducidas no en carroza sino en el Trum-Trum, carro negro y desvencijado, que
pasaba por los Porches haciendo un ruido como el que expresa su nombre, rápido
y sin ningún cortejo. Bien se vale que Mosen Santamaría con esa humildad y
humanidad que le caracterizaban, los esperaba en el Cementerio par rezarles un
responso y darles la postrera bendición.
El pobre Montenegro se confesó con un sacerdote
humilde y santo, Don Benito Torrellas y dio “El salto “ a la eternidad, que
escribió el poeta León Felipe y que dice así:”Somos como un caballo sin
memoria,-somos como un caballo-que no se acuerda ya-de la última valla que ha
saltado.-Venimos corriendo y corriendo-por una larga pista de siglos y de
obstáculos.-De vez en vez, la muerte…..-¡el salto!.-Lloramos y corremos-caemos
y giramos, -vamos de tumbo en tumba-dando brincos y vueltas entre-pañales y
sudarios.-“
¡Cómo esta poesía nos recuerda que Montenegro iba de
tumbo en tumba, sobre el pescante de su negra carroza mortuoria! .
A pesar de que por la circunstancias la vida de
pascual Montenegro fue un tanto desencantada o desangelada, el encanto que
encontró en sus caballos y en su perro, le ayudaron a sobrellevar su triste
vida.
¡Cuánto se podría hablar de la degeneración del
encanto!.Unas veces ocurre por causas ajenas al individuo, como le ocurría a
Pascual. Repito que los pequeños encantos la aliviaron la tristeza y a este
propósito, leí el día catorce de noviembre de este año mil novecientos ochenta
y cinco en un periódico, que se había presentado el libro “Depresión mental, mi
más terrible experiencia” de María Sermade, de cuya presentación hecha por el
poeta Luis Rosales, un periodista, un psicólogo y un novelista se deduce que la
autora salió de su depresión por la consideración de las cosas bellas.”es el
descubrimiento de la belleza de la vida. "Un instrumento para salir de la
oscuridad", dicen del libro.
Las pobres mujeres hasta hace pocos años cuando se
encerraban en un convento leían los salmos en latín, lengua que no entendían y
otras, sumidas en la oscuridad de la cultura, al no poder salir de ella se
tornaban brujas, como ahora se vuelven neuróticas.
Tal vez alguna de aquellas antiguas brujas, se
convirtió en tal, sublevándose contra una sociedad que la privaba de los
encantos de la vida, pero en general se hacían por medio de sus pactos con el
diablo para lograr encantos maléficos por aquello tan viejo de la soberbia,
avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y
pereza. Lo prueban los pasajes del libro de San Cipriano que explican las
fórmulas para dominar a las personas, para obtener dinero, para conseguir los
favores de una mujer casada, para vengarse de alguien, como ocurría con un
amigo mío de Velillas que “cruzó” a uno en su cama por haberle robado un arado
y así hasta los mil maleficios.
Para ejercer de bruja era necesaria la escoba,
porque no iban a desgastar las escobas ni la diosa Pirene, que dio su nombre a
nuestro Pirineos, ni la Andramaría de los vascos, que tiene perpetuado su
nombre en una zona de Ansó; la iban a desgastar las mujeres asidas a su mango
como los hombres iban a desgastar la azada (al mango la azada, que viene
cansada de trabajar, pegar sin reír, pegar sin hablar….).
Las mujeres estaban atadas a la pata de la cama y
barrían, barrían, escobaban en el Alto Aragón. Los mangos eran de caña, de
flexible caña en la Hoya de Huesca y en las riberas y las barrenderas, las
escobadoras eran flexibles y sumisas, pero los mangos eran de madera, de palo
en la Montaña y en el Abadiado y algunos hombres probaron el mango de las escobas,
como muchas mujeres habían probado el mango de la jada.
Desde los tendederos y solanares, veían subir las
escobadoras a las cabras peñaceras a lo alto de los riscos y el Gran Cabrón las
protegía contra el lobo, colocándose agresivo en posición erecta. Una mujer
machorra, que no tenía hijos subió a la Peña Ezcaurri, allá entre Navarra y
Aragón, otra también por la noche y a la luz del plenilunio subió cerca de San
Cosme a la Cuca Roya; los buhos reales o “bobons” acudieron a las cumbres a
“aguaitarlas “ y el Gran Buco accedió a
ellas lascivo; asustadas se lanzaron ambas mujeres desde la altura, agarradas a
la escoba que no habían abandonado nunca y ¡oh milagro de Satanás! ,se vieron
volando, la montañesa con la somontanesa, sobre la Guarguera. Las mujeres no
habían podido, a lo largo de los siglos,
hacer la revolución de las escobas, de la brujería concretamente.
En San Cosme se aposentaban las brujas en sus
escobas, pronunciaban las palabras rituales: ¡sobre árbol y hoja, a las eras de
Tolosa! Y ¡a volar!.
Había, sin embargo brujas, que no necesitaban para
hacer sus maleficios, de escoba porque su radio de acción se reducía a la
comarca, donde conocían a la gente y su mayor placer era hacer mal a los de su
tierra, igual que ahora en Huesca admiramos a los forasteros y odiamos
“cordialmente” a nuestros convecinos. Repito que aquellas brujas no necesitaban
escoba y se convertían en ágiles gatos negros que se desplazaban fácilmente por
la “redolada”.
Un cazador de Sieso caminaba por el monte, pero
aquel día en lugar de ver perdices, conejos o liebres, fue algo insólito lo que
divisaron sus ojos, sobre una piedra que marcaba la divisoria entre dos campos,
se encontraba toda la ropa que una mujer de principios de siglo, necesitaba
para encontrarse bien arropada. Por su mente pasó el leve encanto de la
posibilidad de ver un bello cuerpo de mujer, ocasión tan difícil, en unos
tiempos en que el sol no era buscado para broncear los cuerpos, sino rechazado
por las mujeres que tenían a gala para su piel, conservarla blanca como la
leche. Pasó también por su imaginación la sospecha de un crimen ritual, pero no
descubrió señales de violencia en el cuerpo muerto de la víctima.
Optó el cazador por esconderse en una espesa mata de
carrascas y esperar a la mujer, que necesariamente tenía que llegar a vestirse.
Así obtendría, por un lado, el placer de contemplar lo que nunca había visto y
lo que era más importante entre los habitantes de los pueblos, saber quien era
la descocada, para correr a contárselo a sus convecinos. No es esta última
apreciación peyorativa o una censura dirigida a los pueblerinos, pues hoy día
conozco a caballeros ciudadanos y modernos que dicen ¿ de qué me sirve yacer
con la señora Marquesa, si no se enteran todos que he yacido con la señora
Marquesa?.Pero volvamos al caso que nos ocupa; el hombre seguía esperando y
estrujando su sesera; pensó en que tal vez las brujas anduviesen por medio.
Si el hecho hubiera tenido lugar en China durante
los próximos años pasados, el protagonista hubiera acudido al Libro Rojo de May
para buscar luz; si hubiera ocurrido ahora en el Irán, tal vez se acordara del
Corán y si aquí y ahora, hubiera recurrido a un libro que habla de un dogma
materialista y que por los resultados que da, se saca la conclusión de que para
todo vale y para nada aprovecha.
Nuestro hombre, en cambio, se había acordado del
libro de San Cipriano, que aunque no lo poseía, había oído hablar mucho de su
contenido. Dicho libro era muy nombrado entre los campesinos y decían del que
lo tenía, que era brujo. Hubo quien tratando de deshacerse de él, lo echó en el
fuego del hogar y en lugar de quemarse, salió íntegro por la chimenea. Yo,
hasta hace poco tiempo, creía que era algo exclusivo de nuestra tierra, pero me
he enterado que se vende en Galicia y en la Argentina. Hablando de la
existencia de dos poderes del mal se contrarrestan con la Cruz y el cazador, de
acuerdo con esta norma, depositó sobre la ropa femenina una pequeña Cruz que
llevaba y siguió esperando. Por fin vio avanzar un gato negro, que se dirigió
directamente a las vestimentas pero al llegar a ellas, se mostró inquieto y
como no sabiendo que hacer. Había visto la Cruz. El amagado salió de su
escondrijo y le habló al gato diciéndole: ¿de donde vienes?. Le contestó: vengo
de Velillas de dar “mal dau” a una mujer preñada para que aborte. ¿Cómo puedes
hacer esas cosas?, le preguntó el cazador, a lo que contestó el gato: es que
todos los días he de hacer un mal porque tengo trato con el demonio; pues ya
puedes volver a Velillas a quitarle el mal a esa mujer y dáselo a la clueca.
Así lo hizo el gato y cuando volvió, el buen hombre quitó la Cruz de encima de
las ropas, se reconvirtió el gato en mujer, se vistió y se fue. No me aclaró el
anciano de ochenta y cinco años, que me lo contó y que todavía vive, si conoció
a la mujer y si la vio vestir, pero si me dijo que al cabo de unos días se
enteró que había nacido un niño en Velillas y que la clueca de la misma casa en
que había tenido lugar tan feliz acontecimiento, no había sacado pollos.
Esa degeneración del encanto por el arte del
encantamiento o hechicería, no es exclusiva de tiempos pasados. Hoy hay
procedimientos más modernos para hechizar a la gente. Basta ver esos anuncios
en que al joven se le ofrece un automóvil inasequible para sus medios económicos,
al que acceden alocadas “fembras placenteras”. Muchos jóvenes, sacando el
dinero ahorrado, a sus padres lo compran y los que no se dan contra un árbol,
se quedan más solos que un muerto y más solteros que los de Plan. ¡Dios mío qué solos se quedan los
muertos!, cómo decía Bécquer y ¡qué solos se han quedado los de Plan!, como
dicen algunos periódicos.
¡Cómo brillan esas copas de licor espirituoso en
nuestras pantallas, que constituyen también un encantamiento hechicero para
ganar en el amor, en los negocios y en el trato social!.
A los cuarenta años esos encantados tienen el hígado
cirrótico y voluminoso, como una ballena, resultando víctimas del hechizo de la
publicidad.
Señoras y señores hay que seguir buscando el encanto
y para encontrarlo son útiles los poetas. Santa Teresa, en sus relaciones
místicas con el Amado, sufría depresiones, “noches oscuras del alma”, como ella
las llamaba y no se puso a leerlas porque no se habían escrito, pero se puso a
escribirlas.
No sé si fue Rubén o uno de los Machado el que
escribió: ”Horas de pesadumbre y de tristeza paso en mi soledad, pero Cervantes
es buen amigo y alivia mi existencia”.
Un agricultor abrió un libro de poesía y leyó:
”Anoche, cuando dormía- soñé, ¡bendita ilusión!-que una fontana fluía –dentro
de mi corazón. –Di, ¿por qué escondida acequia, -agua, vienes hasta
mí,-manantial de nueva vida –en donde nunca bebí?.
Busquemos, amigos, los encantos de la vida, no nos
dejemos apoderar por los desencantos y cuidémonos de los encantamientos.
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