Es un hombre de apellidos
aragoneses, que cierto día me conoció y escribió en el Periódico del Alto
Aragón, este bello artículo, que merecen gozarlo conmigo, él y sus compañeros de mesa, alrededor de la cual
se hallaban en un Bar, a saber, Jesús,Toni y Alfonso. No sé quien quedará de sus amigos, porque me he enterado que
Pedro y dos más, fueron víctimas de un accidente automovilístico, en
Monrepós, cuando bajaban a Huesca, desde
un pueblo montañés, en que estaban trabajando de albañiles. Me dolió la crueldad de su accidentada muerte,
que me hizo recordar su espíritu y su humanidad, casi poética, al leer
su artículo, cuando recuerda a San Lorenzo, El recuerda a San Lorenzo, pero
lleva, después del nombre de Pedro, el de Nunilo. Santa Nunila y Alodia, vivían
en Adahuesca y fueron martirizadas en Huesca por los años del 806, cuando
tenían diez y seis años aproximadamente.
El joven Pedro, unía a este nombre el del piadoso
Nunilo y por apellido ostentaba
el de Gabás, pueblo que se encuentra en Francia muy cerca de Biescas. Aquí , en
Aragón tenemos muchos apellidos pirenáicos,
pues los Pirineos han estado unidos, hasta que fueron divididos, por las
Guerras de Carlomagno y el también francés Simón de Monfort, que mató a Pedro
II de Aragón.
He hablado con muchos oscenses
sobre Pedro Nunilo Gabás. Todos me han hablado de la bondad de Pedro Nunilo
Gabás. José María Javierre Zamora, primo
del Cardenal Javierre y su hermano José María gran escritor me dijo que Pedro era
una buena persona, “un feliz infeliz”, porque miraba siempre el bien de los
ciudadanos, dejándose llevar a veces, por impulsos ambientales”. Se adivinaba en
él, una buena persona, porque siempre abundaba su bondad. A veces tuvo que
pagar las manifestaciones, que promovían los demás, porque, dándose cuenta de
su bondad, los promotores de los líos, lo hacían ser uno de los más rebeldes a
situaciones que él mismo, no había creado.
Murió en Monrepós, viniendo de
trabajar en la Montaña.
Titula Pedro Nunilo Gabás su artículo: “IGNACIO DE
HUESCA; ALMUDÉVAR DE SIÉTAMO”.
Era uno de esos sábados, que
temprano me levanto. Sábados que hacen semanas, meses, años, vidas, pero ese
sábado me dio un regalo inesperado.
El almuerzo hay que ganárselo
siempre .Eso me enseñó mi abuelo, por eso mi andada antes de esa mesa de las
diez de la mañana. Templado ando hacia el Temple, para que temple mis
cansancios.
Mi chorizo ibérico, mis vinos
calatulleros y al lado, mis olivas
negras junto a mis amigos de mesa, Jesús, Toni, Alonso. La mesa está preparada,
es un manjar que desaparece en un abrir y cerrar de ojos, menos la boca que
obedece a esos pensamientos gastronómicos, y charrada a charrada aparece Anadón
con un amigo recién levantados, peinados, en busca de charla. Almuerzo y vino
mañanero, cuando de repente se abre esa puerta suavemente y aparece una cabeza,
persona mayor, que entra junto a ese airecillo fresco de calle sombrera llamada
la Palma, donde el sol no hace daño, es calle casta, de memoria, noticia,
historia, y la llevaron a esas modernas calles que no sabemos dónde nos
llevan, hacia donde van. ¡Cras!, la puerta cerrada estaba ya, y se escuchan
unos buenos días correspondidos.
Las miradas eran unas mismas
miradas. Miradas de vista, recuerdos y cartas. Los cafés con su olor servidos
estaban, cuando no sé por qué, esa persona vieja y culta empezó a hablar. Era
Ignacio Almudévar, conocido por todos de oídas, pero vale más una voz fresca
que cien oídos de otros oídos. En ese momento eran nuestros oídos los que
escuchaban esas voces. Empezó a hablar y a calentar nuestros cafés. Cafés de
tertulia que enseña. Huesca, era su
tema. Siguió con Huesca y terminó con Huesca. Nosotros, sorprendidos, no
sabíamos si aplaudir o callar. Callamos,
qué remedio, con la cabeza gacha de pequeña gran lección recibida. Así fue como
conocí al señor Almudévar, en ese lugar, en ese momento. Nos despedimos y nos
fuimos y nos dijo hasta otra, esa otra que fue el diez de Agosto, cuando los
danzantes bailaban. Nosotros almorzábamos en el mismo lugar, y llegó otra vez
esa persona mayor en edad. Su sabiduría no se mide en años, pero sí su alma de
poeta joven. Vino con una carta poética de los danzantes, que seguían danzando,
brincando brincos altos hacia esos balcones de abuelas emocionadas por el
tiempo y el recuerdo, nos las recitó con fuerza y nervio de joven poeta en ese
Temple que templó nuestras emociones, heló nuestras lágrimas y creó un profundo
vacío.
Perdone por dedicarle poco rato
hablado, pero mucho escondido, en esos escondites del alma que me hicieron
escribir esta carta, señor Almudévar. Soy ese pequeño crío de cuarenta años que
vio en El Temple y que un sábado cualquiera recibió un grato, hermoso regalo que no esperaba. Abrí
la cinta, rompí el papel y apareció un gran libro que hablaba, era su voz, la
voz de Ignacio de Huesca y Almudévar de Siétamo. Encantado de conocerle, señor
Almudévar”.
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