sábado, 20 de mayo de 2017

El hombre del acordeón




El hombre, caballero en su caballo, se sentía más seguro de sí mismo y los hombres de a pié le admiraban; envidiaban la  figura compuesta de caballero y cuadrúpedo y aspiraban a escalar una montura por medio de un estribo. La figura del équite llegó a mitificarse por medio del centauro, formando de dos seres, completamente uno sólo.

Algo parecido ha ocurrido con los automóviles, que han emborrachado a los hombres de supuesto prestigio y velocidad. Este afán de celeridad lo plasmaron los clásicos en el caballo volador Pegaso, que llevaba alas en sus patas y por medio de los “comics” y de la televisión se idealiza, ahora, en los vehículos del espacio. De la misma forma que el centauro sintetiza al hombre y a la bestia, el superman se convierte en una síntesis de ¿hombre? y vehículo supersónico.

Hoy, al ver al hombre del acordeón, he reflexionado sobre la simbiosis y he llegado a la conclusión de que, la vida en común de un  hombre con su acordeón, no es supersónica, pero sí más bella, más humana y como sónica, más biensonante que la del automóvil o la motocicleta con su conductor.

La palabra simbiosis lleva aparejada la unión de dos seres vivios, en este caso el hombre y el acordeón, pero alguien dirá que este instrumento no es un ser vivo. Tiene razón el que en ello repara, pero atalajado y abrazado al pecho del hombre o de María Jesús, la de los pajaritos, oprimidas sus teclas “por la mano de nieve”, como diría Bécquer, que sabe arrancarle sus notas, se convierte en algo vivo.

A mí  contemplar al “hombre del acordeón” me producía tristeza. Era como la convivencia de dos personas que no se comprenden. Pulsaba las teclas el hombre y no surgían armoniosas las notas, no volaba los aires una melodía que hiciera pararse a los viandantes a escucharla. Les daba pena y seguían su camino, pero no todo era incomprensión porque había quien admiraba el amor del hombre a su acordeón, eternamente abrazada. Los camareros de un bar lo animaban y lo mimaban.

Seguían brotando torpes los aires del fuelle por las lengüetas sonoras, pero al “hombre del acordeón” le sonaban como aspergios de los pajaritos de María Jesús.

Hoy lo he visto sonreír,  más seguro de sí mismo, de la misma forma que al jinete, caballero en su caballo.

Ya no me suena plañidera el acordeón al contemplar la feliz y terapéutica fusión del instrumento con el hombre de las notas tristes.

Pero este año de 2004, se ha abrazado mi nieta a un acordeón y la hace sonar bellos sonidos. Al “hombre del acordeón” le han atacado desgracias y disgustos y se abrazó al acordeón buscando el diálogo con la música para consolarse de sus desgracias y recibir algún donativo, al hacer sonar la música en la calle. Mi nieta Belén interpreta las partituras musicales en  el Conservatorio de un modo simultáneo al estudio de las asignaturas en la Escuela. Se abraza al acordeón con su amor al arte y se acuerda de haber visto al “hombre del acordeón” en la calle y le dedica algún recuerdo con su acordeón sonoro.

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