El hombre, caballero en su
caballo, se sentía más seguro de sí mismo y los hombres de a pié le admiraban;
envidiaban la figura compuesta de
caballero y cuadrúpedo y aspiraban a escalar una montura por medio de un estribo.
La figura del équite llegó a mitificarse por medio del centauro, formando de
dos seres, completamente uno sólo.
Algo parecido ha ocurrido con los
automóviles, que han emborrachado a los hombres de supuesto prestigio y
velocidad. Este afán de celeridad lo plasmaron los clásicos en el caballo
volador Pegaso, que llevaba alas en sus patas y por medio de los “comics” y de
la televisión se idealiza, ahora, en los vehículos del espacio. De la misma
forma que el centauro sintetiza al hombre y a la bestia, el superman se
convierte en una síntesis de ¿hombre? y vehículo supersónico.
Hoy, al ver al hombre del
acordeón, he reflexionado sobre la simbiosis y he llegado a la conclusión de
que, la vida en común de un hombre con
su acordeón, no es supersónica, pero sí más bella, más humana y como sónica,
más biensonante que la del automóvil o la motocicleta con su conductor.
La palabra simbiosis lleva
aparejada la unión de dos seres vivios, en este caso el hombre y el acordeón,
pero alguien dirá que este instrumento no es un ser vivo. Tiene razón el que en
ello repara, pero atalajado y abrazado al pecho del hombre o de María Jesús, la
de los pajaritos, oprimidas sus teclas “por la mano de nieve”, como diría
Bécquer, que sabe arrancarle sus notas, se convierte en algo vivo.
A mí contemplar al “hombre del acordeón” me
producía tristeza. Era como la convivencia de dos personas que no se
comprenden. Pulsaba las teclas el hombre y no surgían armoniosas las notas, no
volaba los aires una melodía que hiciera pararse a los viandantes a escucharla.
Les daba pena y seguían su camino, pero no todo era incomprensión porque había
quien admiraba el amor del hombre a su acordeón, eternamente abrazada. Los
camareros de un bar lo animaban y lo mimaban.
Seguían brotando torpes los aires
del fuelle por las lengüetas sonoras, pero al “hombre del acordeón” le sonaban
como aspergios de los pajaritos de María Jesús.
Hoy lo he visto sonreír, más seguro de sí mismo, de la misma forma que
al jinete, caballero en su caballo.
Ya no me suena plañidera el acordeón
al contemplar la feliz y terapéutica fusión del instrumento con el hombre de
las notas tristes.
Pero este año de 2004, se ha
abrazado mi nieta a un acordeón y la hace sonar bellos sonidos. Al “hombre del
acordeón” le han atacado desgracias y disgustos y se abrazó al acordeón
buscando el diálogo con la música para consolarse de sus desgracias y recibir
algún donativo, al hacer sonar la música en la calle. Mi nieta Belén interpreta
las partituras musicales en el
Conservatorio de un modo simultáneo al estudio de las asignaturas en la
Escuela. Se abraza al acordeón con su amor al arte y se acuerda de haber visto
al “hombre del acordeón” en la calle y le dedica algún recuerdo con su acordeón
sonoro.
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