El jueves, día ocho de Junio,
pasaba por la Plaza de Zaragoza, que estaba llena de hombres ya mayores,
sentados en los bancos y uno de ellos les echaba migas de pan a las numerosas
palomas, que acudían a comer y allí estaban conviviendo a la sombra de los
árboles, hombres, mujeres y palomas “juntamente”. Iba lleno de ilusión, mirando
el espectáculo, cuando me encontré con un antiguo amigo, al que he tenido la
oportunidad de escucharle cantar el Ave María de Shubert; estaba acompañando a su nieto, de unos dos
años y medio aproximadamente. Al ver al gran cantor Ramón Flores, me apeteció
que comenzara a entonar:”vuela, vuela palomita, vuela, vuela al palomar, no te
vayas tan solita, palomita, que te quiero acompañar”.Faltaba sólo la música en
esa escena en la que guardaba a su nieto, como si fuera una paloma más de las
allí acudían a comer y es que el niño corría y corría entre ellas, pero sin
ninguna intención de asustarlas ni de hacerles daño, sino como aquel que se
siente parte de la banda de palomas, ya que se cruzaba entre ellas y ellas,
nada asustadas, pero prudentes, se apartaban de sus pies y trataban de
separarse de ellos. El niño estaba gozando de la naturaleza y de vez en cuando
escapaba a saludar a un grueso árbol, que estaba un poco apartado de las
palomas y se apoyaba en el tronco, desde sus pies hasta su nariz y parecía que
se estaba comunicando con él. No sé lo que le diría, pero después de haber
escuchado al árbol, echaba a correr , como si fuera volando, porque extendía
sus dos brazos y con los dedos de sus manos, como si fueran las alas de una
paloma, los abría y los cerraba, como hacen las mismas palomas cuando vuelan,
que abren y cierran sus alas.
jueves, 5 de octubre de 2017
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