jueves, 2 de noviembre de 2017

El enterrador



Canta una antigua canción: “Era Simón en el pueblo, el único enterrador” y explica como llevaba a su hija a enterrar al cementerio, porque la  llevaba, acompañado por otros amigos, sobre uno de sus hombros, pero lo que más le dolía, era su corazón. Así, cantando lo manifestaba, cuando  dándose a conocer, decía : “Soy enterrador y vengo de enterrar mi corazón”.
En cierta ciudad, conocí a otro enterrador, con el que tengo una gran amistad. Cuando nos saludamos, aprecio que la piel que cubre sus manos, es  áspera y dura, en contraste con el cutis que cubre su rostro, que es alegre y en armonía con su sonrisa. Hablamos de diversos temas, pero no sólo de  difuntos, de los que  unos,  entierra en sus nichos y a otros en mausoleos, en tanto a otros los entierra en plena tierra o lanza al aire o a la tierra los polvos que han quedado de la incineración de sus cuerpos. Ya dicen los Miércoles de Ceniza cuando la imponen sobre nuestras cabezas: “acuérdate hombre de que eres polvo y en polvo te has de convertir”. Tarda muchos años la conversión del cuerpo en ceniza, pero el hombre moderno quiere adelantar los hechos e incinera a sus difuntos. Ahora nos damos más prisa en quitarnos de delante a los difuntos. Pero está claro que antes también  las hubo, como la que puso en práctica un enterrador, que conducía los caballos negros del Hospicio y que se llamaba Pascual Montenegro. Y así lo tengo escrito en mi libro “Retablo del Alto Aragón”: “ Así  como Simón en el pueblo era el único enterrador, Pascual fue en Huesca el último que condujo a los difuntos en un  coche de caballos mortuorio, como una carroza en la que se hacía el último viaje y no triunfal precisamente… Pascual iba revestido de negra librea con alamares dorados, que concordaba con su rostro moreno y taciturno. A su paso por los Porches, la gente se levantaba de sus butacas del  Flor  o del Universal y unos inclinaban reverentemente la cabeza y otros hacían devotamente la señal de la Cruz. Años antes el difunto era conducido a hombros hasta los Porches, donde se introducía en la carroza…allí se disolvía el duelo y los más allegados iban al cementerio”.
Los había que no respetaban ni la muerte. Como “Carrusco”, que en cierta ocasión, cuado iba a ser introducido el féretro en la carroza, arreó a los caballos, que se arrancaron veloces”. El malintencionado, engañó a los caballos, a los que Pascual Montenegro amaba profundamente, ya que cuado tomaba café, les hacía lamer el azúcar a la que él renunciaba.

Pero mi amigo el enterrador de manos ásperas y cutis fino, también amaba con locura a un nieto suyo, pero así como a los caballos se les perdió la elegancia de su paso y de su trote, a su nieto, “Lorenzín”,  una enfermedad, le hizo perder su salud. A los caballos de Pascual Montenegro les gustaba el azúcar y al nieto de mi amigo le gustaban los pájaros. Por eso su abuelo, al darse la fecha en que el niño hubiera cumplido cuatro años, fue al cementerio  y le llevó un pájaro de colores, que compró en una juguetería. Al llegar la comitiva familiar al frente del nicho y mostrarle el pajarico, otro pajarico se puso a cantar sobre una rama próxima. Mi amigo, el de las manos duras, sintió reblandecerse su corazón al escuchar cantar al verderol y de sus ojos salieron lágrimas de felicidad.

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