Iglesia de la Malena o la Magdalena. |
Miguel tenía ochenta y siete años
y vivió al lado del Bar Funes. Palacín, fue
el dueño de tal Bar Funes, que se
encontraba casi por la mitad de la Calle de Pedro IV. A dicho Bar acudían
clientes que iban a visitar a las hermosas mujeres, que ofrecían mediante el
pago de ciertas cantidades de dinero, la belleza de sus cuerpos. Miguel que era
amigo mío, con una notable diferencia de años, que me hacían respetarle y dedicarme
a escuchar sus testimonios de la vida en ese lugar.
La calle de Pedro IV fue, ya hace
muchos años, una calle alegre. Se accedía a ella subiendo por la Plaza de
Lizana y al acabar dicha Plaza, por su lado izquierdo, se comenzaba un largo
recorrido, que acababa por debajo del antiguo Palacio, hoy Museo Provincial de
la ciudad de Huesca y hace muchos
años era Instituto de Bachillerato
de la Provincia de Huesca, donde estudió mi tío José María, hermano de mi padre. Hoy cuando se visita dicho Museo, se
encuentra el sótano, dotado de arcos medievales, donde se cortaron las cabezas
de los nobles de Aragón, por orden del Rey Ramiro el Monje, que parece que fue
despreciado por varios nobles, cuando fue llamado para ser Rey de Aragón a un
Convento francés. Por debajo de su recorrido se encontraba la Muralla de la
Ciudad de Huesca y por arriba se alza la Catedral y diversas calles y callejones,
que van descendiendo su nivel,
hasta que se encuentran
con la citada Muralla, a través de la Calle de Pedro IV.
Arrancaba la Calle de Pedro IV,
como he dicho de la Plaza de Lizana, por la que era necesario pasar, para bajar
desde la citada Calle de Pedro IV al Coso Alto. A el Bar que está asentado en
dicha Plaza y hoy llega hasta el Coso Alto, iban diariamente mi tío José María que se juntaba con un señor,
que fue varios años matarife en el Matadero de Huesca, con el apodo, soportado
con gran orgullo, de El Jetudo. Era un
hombre que se sentía orgulloso de su persona y cuando hablaba, lo hacía con una
dignidad, que le hacía sentirse orgulloso de sí mismo. Con frecuencia se
juntaba con mi futuro compañero Veterinario, él digno señor Veterinario, que
murió más tarde de Titular del pueblo de Murillo de Gállego, con el que me unió
siempre una gran amistad. Como con otros conocidos oscenses, personas llenas de
dignidad, que cuando bajaban las mujeres, que residían en diversas “casas
públicas” de la Calle de Pedro IV y que pasaban caminando, por la Plaza de
LIzana a cruzar el Coso Alto, para llegar pasando por Barrio Nuevo, al
Instituto de Higiene. Los hombres que estaban en el Bar de la Plaza de Lizana, salían
al pórtico del Bar-Restaurante, atraídos por el sexo y la belleza de esas
“mujeres públicas”, para contemplar su belleza y el atractivo aspecto de esas
mujeres. Los compañeros del “Jetudo”, contemplaban su belleza atractiva, pero
no decían nada, porque el viejo matarife, les gritaba, cuando pasaban delante de
la puerta del Bar y sonreían con paciencia, como sintiéndose culpables de la
situación “despectiva” del “Jetudo” por la falta de dignidad “que la vida
proporcionaba a esas mujeres, dignas de respeto,
a pesar
de dedicarse a una vida pública, obligadas por la miseria económica de
la vida, que tenían que soportar”.
¡Qué humillación tenían que pasar
aquellas buenas mujeres, en su “procesión” desde sus casas o ¨templos del
placer” hasta el Instituto de Higiene, al lado del Parque, para recibir una “vacunación
sanitaria” de sus cuerpos!.
Pero esas mujeres, que vendían su
amor a los hombres que subían a la calle de Pedro IV, además, celebraban en sus
casas de amor, festivales alegres, cuyos cantos festivos
oímos en la calle, cuando veníamos unos
Congregantes Marianos por ella desde el Convento de San Miguel, al lado del río
Isuela. Aquellas mujeres públicas, tenían la costumbre de crear recreos de
cantos de amor, para que cuando pasasen los “hombres machos” por la calle, se
conmovieran por esos cantos y acompañados de música, atraerlos a sus “casas
donde tanto se amaba”. Aquel día en que varios muchachos volvíamos de la
Iglesia de San Miguel, presididos por un jesuita portugués, al pasar por
delante de una “casa pública”, nos quedamos admirados por el agradable sonido,
procedente de unas botellas, colocadas colgando de unos hierros y unas más o
menos cargadas de agua, según la nota que tenían que emitir. Una meretriz
dotada de dos palos golpeaba con ellos aquellas botellas, que sonaban
divinamente, interpretando la música que se repartía por el ambiente, por toda
la calle. El resto de mujeres que tenían un sentido artístico, cantaban del
amor, que había de enamorar aquellos corazones.
El Padre Jesuita buscaba en aquel paseo la
pureza de espíritu de aquellos jóvenes, entre los que yo me encontraba, pero la
“carne enemiga de las almas”, se ofrecía a esos jóvenes y el Padre Jesuita, siguió
con su rostro sonriente y rodeado por los niños que iban con él de excursión y
se puso a rezar un Ave-María, por la pureza de sus discípulos y por una nueva
vida para las que hacían sonar el instrumento musical, arreglado por sonoras
botellas de cristal, con cantidades diferentes de agua en su interior, para que
sonasen las diversas notas de la escala musical.
Tengo recuerdos de la virtud y
del pecado, desde el gran templo de San Miguel, ya al lado del mismo río Isuela, que ya hace muchos años que pasaron los
tiros de la Guerra de 1936. En ese templo se unían las “pecadoras con las
monjas y con los niños”, pues aquellas, que “trabajaban el pecado en calle
Pedro IV deseaban abandonar su vida pecaminosa, las monjas rezaban para que las vecinas que
iban a refugiar sus cuerpos y sus almas a la bendición del Arcángel San Miguel,
en adelante pensaran sólo en su espíritu y los niños seres inocentes, espero
que siguieran siéndolo toda su vida”.
Entonces, igual que ahora, por la vida corrían el Bien y el Mal y aunque ahora
han, al parecer, desaparecido, siguen ambas conductas, que no desaparecen. Pero
las Monjas, en los claustros de San Miguel Arcángel, se apoyan en él y siguen
procurando que las personas que seguían la conducta
diabólica, sigan el ejemplo de San Miguel y rechacen la conducta
dirigida por el diablo. El Convento de San Miguel, sufrió los destrozos de la
Guerra Civil y se valieron de su amor al Señor, para sufrir esos destrozos
materiales y aguantar la penitencia, que les hizo pasar hambre, frío y otros
dolores aumentaron la penitencia, en favor de otras, que encontraron más pronto
el bienestar. Pero de la misma forma que las “mujeres que vendían el placer con
la música que hacían sonar en la Calle de Pedro IV”, Las Monjas no dejaron ni un
día de Guerra ni de Paz, de
cantar los Salmos Bíblicos, por medio de
cuyos sonidos solemnes, pero con la música de
las botellas, colocadas por las mujeres públicas, sonreían al Señor y animaba a sus jóvenes seguidores
a seguirle con alegría, escuchando los salmos que hacían sonar las Monjas del
Convento de San Miguel.
Pero no fue sólo aquella música
humana, la que sonó en la Calle de Pedro IV, sino que en ella se veían unas
ruinas de una iglesia, que los vecinos de su barrio, lucharon por dignificarla.
Así lo hicieron y un día que pasé a su lado escuché la música religiosa, que me
llenó el corazón de alegría. Entré dentro de las ruinas mejoradas de ese templo
y escuché “música celestial” que producía en mis oídos un amor al Señor.
Observando los numerosos oyentes de aquella música, vi multitud de amigos,
entre los que se encontraban Don Julio Sopena en compañía de su esposa, que cantaba las
glorias del cielo y otros oscenses conocidos , que unas veces cantaban y otras
escuchaban.
Saliendo del Convento de Monjas
de San Miguel y cruzando la carretera
que rodea a la antigua ciudad de Huesa, asentada sobre una zona
montañosa, a la izquierda se alzan casas más modernas y a la derecha se
encuentra una escuela infantil, atendida por las monjas de Santa Ana. Un poco
más arriba, están los restos de una iglesia, que ha sido en parte reparada y en
la se celebraba un acto litúrgico, al que asistía Julio Sopena, cuya esposa, hija del Señor Porta de Abiego, cantaba la
Liturgia Católica. En aquellos restos de iglesia, olvidados hasta entonces por
los cristianos de Huesca, reinaba un ambiente litúrgico, donde los fieles
oscenses, recordaban el catolicismo, que parecía ya pasado y se escuchaban los
cantos litúrgicos, que ya dejaron de escucharse hacía cientos de años.
Una calle une la prolongación del Coso Alto,
frente a los salesianos, con la Calle de Pedro IV, a la que se sube por medio
de unas escaleras. Allí había un Lavadero Público en que se han construido
casas nuevas y detrás de ellas asomándose a los recreos Salesianos, están los
estanques de piedra, en que acudían las lavanderas a lavar la ropa. Cuando por
habernos expulsado del número 61, del Coso Alto, hoy de Santa Ana, nos fuimos a
Siétamo, yo acudía a ese Lavadero con la ropa familiar que usábamos en Siétamo,
para que la lavara una buena señora. Esto duró poco tiempo, pero yo no puedo
olvidar esos recuerdos. No puedo
olvidarlos porque cuando voy por delante del
patio de recreo del Colegio de los Salesianos, me miro las escaleras por las
que se sube a la Calle de Pedro IV y veo las reliquias del Lavadero, y tengo que
recordar, como iba a dicho Lavadero, para empezar una vida distinta.
Aquella Calle de Pedro IV, era vivida por
discípulos de Cristo, a cuyos restos de iglesia todavía se veneran y por los
seguidores de la “carne”, que acudían a desahogar sus cuerpos con aquellas
buenas y pobres mujeres. Por esa calle se veían los hombres, paisanos,
militares, solteros, casados y viudos, que entraban en el Bar y muchas veces
acababan su visita en las casas de mujeres.
En esa calle se vivía pensando en
las almas y en los cuerpos. Por un lado, en tiempos pasados, se escuchaban la
Salve y el Ave María, en la que fue bella iglesia
del Barrio y se oían también
cantar los cánticos que recordaban los placeres carnales, en aquellos
instrumentos musicales, que con botellas, hacían sonar aquellas mujeres, que no
podían comer, sino se entregaban a satisfacer el placer a aquellos hombres, que
tenían necesidad de obtener el amor.
Me contaron que dos niños, llenos
de curiosidad, y que vivían en aquel pasaje, donde la libinosidad, gozaba
de la libertad, pero que no habían sido educados en el amor puro ni en
el amor buscado.
Por la falta de formación, tenían
curiosidad de enterarse por sí mismos de la vida de aquellas a las que sus
madres, llamaban “malas mujeres” y de aquellos hombres libidinosos y se
decidieron a entrar en una de esas casas, a las que algunos llamaban de prostitución.
En un momento de descuido de la vigilancia de las dueñas de la casa, penetraron
en ella y se ocultaron debajo de una de las camas de prostitución.
Tuvieron que pasar muchos ratos malos,
escuchando ¡los ayes ¡ y
los suspiros de la pareja que se acostó sobre ellos, y al cabo de cierto
tiempo, cuando la pareja aparentemente feliz, se marchó, los dos muchachos
escaparon de aquel rato tan deseado por la pareja, que se acostó encima y tan
aborrecido por los dos muchachos, que recibieron una lección de moral, que les
hizo aborrecer una experiencia tan sin sentido.
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