28 noviembre del 2001. Heraldo de Huesca
Pasando por el puente de San
Miguel de la ciudad de Huesca veo cada día el monumento dedicado a las mulas.
Se trata de una mula o ¿mulo? Metálica que, por tanto no se puede morir, como
aquellas otras de carne y hueso pero con una fortaleza casi metálica que
sacábamos de paseo los soldados en el cuartel que todavía está abierto junto a
la parroquia del barrio del Perpetuo Socorro.
Y
este monumento me trae a la memoria el dulce recuerdo de las mulas de mi casa
de Siétamo y de la cuadra, en la que las acémilas pasaban sus ratos de
descanso, convalecían de sus enfermedades, comían y se alegraban al ser
cepilladas y a veces eran sacadas a la calle para serles hechos con unas
tijeras adornos en el pelo de sus crines y de su rabo.
Cuando
iban a labrar, lucían en el cabestro dos estrellas y de la brida de cada una de
ellas colgaba un juego de tres campanillas, como dice la canción andaluza: “En
las tierras de mi Andalucía, los campanilleros por la madrugá, me despiertan
con sus campanillas y con sus guitarras me hacen llorar”.
Cuando
labraban, a su concierto acudía alodas, cuculladas, chirlas, engañapastores,
cudiblancas, gorriones, cistras, verderoles, trigueros, pinchanes y papirois.
En
la cuadra languidecía la pobre luz de la bombilla de quince watios, se
percibían un olor medio aromático de paja seca con fiemo caliente, haciendo que
en el establo se estuviera bien.
En
el resto de la casa el frío era glacial; en el hogar casi se había consumido la
leña y el escaso calibo lo había tapado la señora María, para que al día
siguiente, después de escalibado, prendiese la ramilla y los tueros recios se
encendieran para calentar el caldero, guisar la comida, volver a calentar las
patatas para los cerdos en el caldero y, por fin, la cena.
Y
mientras la cena llegaba se secaban los peducos del hombre cuando volvía del monte y echábamos
buenas calentadas.
Algún
día, al enterrar las pocas brasas que quedaban con la ceniza, bajábamos a la
cuadra para mirar cómo las arañas se movían por sus telas, cómo las pocas
moscas que quedaban torponas por la estación fría se enganchaban en las redes
para ser devoradas y ver y escuchar cómo la mula torda se echaba pedos; el
señor Jorge, que murió ya de muchos años en el pueblo de Sesa, les levantaba la
cola y les ponía una cerrilla apagada cerca del cagadero y cuando salía el gas
se encendía, con un ruido de soplido que se acababa cuando la llama alcanzaba
su apogeo y al oír el macho morico ese soplido, él resoplaba “brrrr…” y batía a
coda”, marcando con un ruido característico los cuatro granos que le quedaban y
que rebuscaba goloso entre la paja del pesebre.
Divertidos,
dábamos volteretas los niños mientras tanto sobre la colchoneta de pinochoneras
del camastro del animal comprendíamos que el niño Jesús hubiera querido nacer
entre una mula y un buey.
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