Todo eran
huertas en el camino de Entretapias. Por él caminaban lentamente, leyendo su
breviario, aquellos curas de manteo y teja. Siempre, en tiempos pasados, fueron
los curas y los esquiladores los mejores conocedores de los buenos carasoles.
El camino de Entretapias era carasolero y "miaja ventolero", pues las
tapias que le daban nombre, amansaban además el ímpetu desbocado del viento. El
polvo de estos caminos era, como el de los molinos, cada vez más impalpable;
permanecía en el suelo y sólo se alborotaba cuando pasaba el ganado. En las
bardas de las tapias vivían las siemprevivas, que languidecían con el calor del
verano, pero cobraban nueva vida con el relente nocturno y el agua de las
tormentas. En primavera, alcanzaban las siemprevivas su máxima vitalidad y
algunas se descolgaban hacia el camino, por ver a los caminantes y otras lo
hacían hacia el interior de las huertas para observar a los hortelanos. Estos,
como las hormigas, eran seres de actividad incesante; preparaban la tierra para
poner las semillas, de las que saldrían las plantas para llenar las eras de
tomates, pimientos, berengenas, que luego llevarían las mujeres al mercado,
brillantes, como sus largos pendientes. Pocos ratos de ocio le quedaban al
hortelano, pero cuando tenía oportunidad, cuidaba las macetas que adornaban el
sombrajo que se apoyaba en la caseta y la parra que le proporcionaba algún
racimo de uva de "cojón de gato".Tenía unas macetas que eran
representaciones de unos políticos bigotudos, entre los que se encontraba
Castelar. El perro del hortelano, saliendo en su defensa, no hacía nada, pero
no impedía a nadie que hiciese algo, pues estaba atado a una estaca.
El pobre
hortelano, asido a su azada desde niño, había convertido su columna vertebral
en un ángulo recto. Se había identificado de tal manera con la tierra, que
cuando dejaba la azada, seguía mirando al suelo. Cuando tenía sed, bebía agua
de una calabaza hueca, que él mismo se había preparado, porque le costaba mucho
trabajo levantar el botijo y más levantar la cabeza al cielo.
Cuando yo era
niño, me preguntaba intrigado, como lo meterían en la caja el día que se
muriera. Todavía no se como lo hicieron, pero desde luego lo metieron en su
ataúd y la tierra lo recibió con amor entrañable, tanto como el que el
hortelano le había profesado a ella.
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