Comenta Riley en
su obra “Teoría de la novela en Cervantes”, que “para Robortelli y los
comentaristas posteriores, los hombres “mejores” de que habla Aristóteles eran
los mejores tanto por su posición social como por la moralidad. Con una
absoluta falta de realismo se creía que la virtud, la sabiduría, los buenos
modales y la belleza se hallaban encarnados en las personas de rango y fortuna,
en tanto que las deficiencias correspondientes se daban tan sólo en las clases
sociales inferiores”, pero Doña Ana
Abarca de Bolea, como no podía ser menos, no ve en tal afirmación un juicio
justo, e incluso el mismo Riley,
coincide con ella, cuando afirma que, de
que “estas valoraciones a un tiempo sociales y literarias (…) se vieron
totalmente alteradas con la aparición del Cristianismo que enseñaba (…) que los
más humildes eran los más altos y que todos los seres humanos eran iguales
espiritualmente, sin reparar en sus diferencias materiales”.
Ana Abarca de
Bolea era una autodidacta, que habiendo nacido en Zaragoza en 1602, como
demostró la Doctora Angelines Campo, vivió en el Castillo- Palacio de Siétamo,
sólo hasta los tres años, mandándola sus padres a educar a la escuela monacal
del Monasterio de Casbas. Allí se hizo una mujer docta y no profesó hasta los
veintidós años (1624). Llegó a ser Abadesa del Monasterio(1672 a1676),
tocándole pasar malas épocas, en una de las que las invadió la pobreza y en
otras la guerra contra los franceses, que la hicieron ir a refugiarse a
Zaragoza.
Con frecuencia
iba a Huesca, donde vivían los familiares de su querida sobrina Francisca
Bernarda Abarca de Vilanova, que consiguió, que después de muchos años se
publicara su obra “La Vigilia y Octavario de San Juan Bautista”. Sintió siempre
un amor y una nostalgia por la que ella
llamaba “… mi casa y castillo” de
Siétamo e iba a pasar temporadas en
ella. El retablo de la Virgen de la Gloria lo construyó en colaboración con
Doña Francisca Bernarda Abarca, en 1683. Parece ser que en 1686, todavía vivía.
Quizá esté
retratada en dicho retablo, pues en él lo están
dos jóvenes mujeres, una de ellas de paisana y que se encuentra al lado de Santa Ana y de San Francisco, que
parecen estar allí para dar sus nombres a Doña Ana Francisca y la otra con
hábitos de monja, está al lado de un San Bernardo, que no es el fundador de la
Orden, sino un santo valenciano, que siendo musulmán, se convirtió al
catolicismo y San Francisco se encuentra al lado de Santa Ana, hacia la
izquierda, y ambos nombres recuerdan el de Doña Francisca Bernarda Abarca.
En la parte
superior del retablo y en sus ángulos se encuentran los dos escudos de ambas
monjas constructoras y sus nombres. Parece muy natural que estén allí sus
retratos.
El hecho de
estar vestida de paisana, nos hace recordar que no hizo sus votos religiosos
hasta los veintidós años de edad y tuvo una atracción por convertirse en
Anarda, pastora que debía dirigir la marcha de
su obra Victoria y Octavario de San Juan.
Doña Ana
Francisca Abarca de Bolea, que siendo una autodidacta y una gran pensadora, era
natural que se diera cuenta del abandono de la mujer por la sociedad. Se
quejaba, entre otras cosas de los largos cantos gregorianos, que tenían las
monjas que cantar en latín, lengua que no entendían, al contrario que los curas
y frailes, que gozaban con el significado de los textos, que cantaban.
La madre de Dña. Ana Francisca se caso dos veces. De ambos matrimonios nacieron
unos nueve hijos y todos se amaron como hermanos. Su único hermano, pues los
dos pequeños debieron morir pronto, fue el primer marqués de Torres, llamado
don Martín, de modo que el segundo marqués fue su sobrino carnal. Su hermano
Don Martín, además obtuvo el título de Conde de las Almunias, siendo un notable
poeta, que consta en la Palestra.
El padre de Doña
Ana Francisca murió en Siétamo en mil seiscientos dieciséis y según su deseo se
enterró en la iglesia parroquial del
mismo pueblo, pero no se sabe donde yace, porque esa parroquia no era la
actual, que se construyó más tarde.
Yo he conocido
íntegros el castillo y la casa, donde se encontraba una enorme cuna, en la que
si Doña Ana Francisca no descansó en su niñez; lo harían los miembros de su
estirpe, que después vinieron al castillo.
No se casó, repito,
pero compensó el aspecto material y maternal
cultivando la amistad con gran número de hombres, que se distinguieron
por su notable inteligencia y tratando de hacer iguales a los hijos de los
hombres y mujeres, ya fueran del sencillo pueblo o de la nobleza y de la
intelectualidad.
Conocía la obra
de Don Luis de Góngora y participó en certámenes literarios, manteniendo
siempre la amistad y el trato amistoso y
sobre todo literario con personas pertenecientes al círculo de Lastanosa, del
que quedan documentos. Recordemos a Don
Juan Vicencio de Lastanosa, al Padre Baltasar Gracián, al Doctor Ustarroz, al
poeta Francisco de la Torre, a Salinas, a Fray Jerónimo de San José y al
marqués de Torres, su pariente.
Pensaba Doña Ana
Francisca y se daba cuenta del contraste entre el criterio de Arnaldo en Los
trabajos de Pérsiles y Segismunda,
cuando decía: ”nunca en los humildes sujetos o pocas veces, hacen
asiento virtudes grandes” y el de Cervantes, autor del expresado libro, en el
cual expone su pensamiento, muy común en su obra, y que dice que la
autenticidad de la nobleza no depende del grado social de cada uno.
Ella se daba
cuenta de la diferencia entre los humildes hombres y mujeres del pueblo y
sus amigos y
parientes, que vivían en zonas ajardinadas, con adornos de pinturas,
esculturas, fuentes y laberintos. Su recuerdo era fruto, entre otras, de la
visita que hizo Doña Ana Francisca, al palacio de Lastanosa, que describe
Ustarroz en una de sus cartas.
Luego se supo de que caballeros se trataba, porque los
oyentes se mostraban “deseosos de ver los deliciosos jardines, burladores y
artificiosos surtidores y huertas de Don Antonio Abarca y de Don Vicencio de
Lastanosa”.
Es curioso
pensar en la situación del jardín de Lastanosa, cuya casa estaba en la actual
casa de Mingarro y sus adornos de los jardines, entraban, por detrás en el Parque Municipal actual.
¿Soñaría Doña Ana Abarca que el pueblo sencillo llegaría a pasear por el
jardín, entonces prohibido a aquel pueblo de tal condición?.
Tenían los
Abarca un gran sentido social, porque no sólo fue Doña Ana la que amaba a los
humildes, sino el propio Don Pedro Abarca de Bolea, Conde de Aranda, que a los
trabajadores de cerámica que tenía en Valencia, les estableció una paga de
retiro.
El pariente de
Doña Ana y de su sobrina Doña Francisca
Bernarda Abarca, poseía una huerta-jardín en la casa del Barco, que se
encuentra sobre la apertura del Coso Alto entre la calle Costa y la de Monreal.
En ella encontró mi amigo Eliseo Carrera
un escudo de los Abarca de mil seiscientos sesenta y dos, que guarda en
el jardín de su casa, en la Ciudad Jardín, cerca de la Clínica de Santiago.
No estaba casada
Ana Francisca y no dependía de ningún gobernante de su personalidad; en cambio
ella, además de ser Abadesa, tenía cargos civiles sobre algunos pueblos,
dependientes del Monasterio. Ella vivía
los problemas de los hombres y mujeres nobles y sufría los del pueblo, porque
ella era artista y sabía música y le encantaba escuchar a Pascual y a Ginés la
Albada al Nacimiento del Divino Verbo, acompañado del “son de la gaita”. Estaba la letra en
aragonés. Estos hechos conmovían el corazón de Doña Ana, porque el arte y la
lengua de sus paisanos, que los sentía con el corazón, tienen enormemente que
ver con la sinceridad, pero no con la mentira.
Ella pensó en
hacer una obra que reflejase la identidad de sus gentes, las de abajo y las de
arriba, a la que tituló Vigilia y Octavario de San Juan Bautista, en la que se
produce una verdadera comunión (común unión) entre dos clases, a saber la de
los pastores y la de los caballeros, con la “socialización de los primeros y la
pastoralización” de los segundos, llegando a una mezcla mayor, con las bodas de
dos caballeros con las pastoras Anfrisa y Clori, que la que se produce en obras
anteriores, como la Galatea o El Prado de Valencia, donde “la relación entre
los ámbitos cortesano y pastoril no afecta a los sentimientos amorosos”.
¿Dónde se iba a
desarrollar la novela pastoril?. El Moncayo se ve desde debajo de Pamplona
hasta Siétamo, que está al lado de Huesca y desde lo alto del Castillo de los
Abarca de Bolea ¿se vería el Moncayo? ; habría que preguntárselo a nuestros
antepasados, por ejemplo a mi abuelo que está en una antigua fotografía subido a la torre del castillo. Y, como dice
la Doctora Angelines Campo creó Doña Ana Francisca el escenario en “las
encumbradas sierras de Moncayo”. Esta obra se publicó el año 1679 y que fue la
última publicada sobre la novela pastoril y “uno de los más claros exponentes
del fenómeno literario conocido como socialización de lo pastoril”.
Riley dice que
Doña Ana “aparece disfrazada de Anarda, la pastora”, pero a Angelines Campo no
le parece muy exacta dicha afirmación, pues dice que “sólo parece aceptable de
forma parcial y matizada”, pero sin embargo yo no veo inconveniente en que la
autora de la prosa y de la poesía que entran en la composición de la Vigilia y
Octavario de San Juan Bautista, sea al mismo tiempo la pastora, que ejerce de
actora y de directora, logrando una “
riqueza de relaciones humanas entre clases distintas, verdaderamente
notable”,”aunque todos son personajes de escaso relieve psicológico”, como dice
Angelines Campo. Además, yo creo que jamás tendría necesidad de ejercer de
Anarda, pues, ¿se representó dicha obra en el Moncayo? Y si se representó más
tarde en Huesca, por ejemplo, cualquier dama podría ejercer de Anarda.
En esta obra
logra una mezcla de la vida real, en que los pastores se mezclan con los
grandes ganaderos con los nobles, con los militares y con los eclesiásticos
Pero con esta mezcla, el ganadero prepotente, el pastor rústico y pobre, el
noble, el militar y el eclesiástico. Se idealiza la sociedad, pero no alcanza
esa situación la realidad.
No describe el
amor humano con intensidad, dada su condición de religiosa, pero la lleva a describir romerías a la Virgen del
Moncayo y misas en la ermita de San Juan Bautista, nos recuerda los debates
literarios en los que participó y las costumbres de las corridas de toros, de
las comidas campestres, de los juegos, de los bailes y de los instrumentos
musicales, como la gaita, con los que se acompañaban al bailar y de las
recitaciones de poesías y narraciones de historia y cuentos en prosa y nos
retrotrae a la música que en aquellos tiempos se hacía sonar.
Vemos como
cultiva el estilo barroco del siglo diecisiete, influida por Góngora y por los
aragoneses Argensola y por Baltasar Gracián, admirador de Doña Ana y ésta de él.
Aunque Doña Ana
Francisca ve en la lengua aragonesa una especie de castellano antiguo, se
observa que era una enamorada de ella, pues escribe un romance a Guara en Fabla
aragonesa, de la que habría que enseñar a los altoaragoneses alguno de sus
versos.
Hacía hablar a
los ángeles en castellano y a los pastores en aragonés, con lo que seguía
preocupando a Ana Francisca Abarca el problema de la igualdad entre los seres
humanos.
Escribía en
aragonés, pero ella veía un retraso cultural de su pueblo y a pesar de querer
que el pueblo progresase, ella no sólo amaba al aragonés, sino que quería y
gozaba con todas las costumbres, como hemos visto en las de los toros, de los
juegos, de los bailes y músicas.
Con sus escritos
en aragonés, Ana Francisca es casi la única escritora que los pone de
manifiesto, algo castellanizados, pues era una lengua que no se ha cultivado.
Hay después algún escritor que cita frases y palabras, como el autor de Pedro
Saputo y el año mil novecientos cuarenta y cinco, mi padre nos escribió a nosotros
los hermanos Almudévar, un relato del Nacimiento del Niño Jesús, que recuerda
un poco la novellilla que canta también al Niño-Dios. Si el Baile pastoril
puede interpretarse como una pequeña obra de teatro popular, la de Manuel
Almudévar parece sacada de una tradición antigua, basada en el estímulo de la
fe cristiana y que se celebraba en las iglesias por la Navidad. Yo recuerdo
borrosamente, pero con la realidad aclarada entre otros por doña Isabel Asín,
que llevaba la Posada de Siétamo, como iban a la iglesia algunos hombres
disfrazados de pastores, llevando sus botas de vino, que en algún momento
levantaban para beberlo y alguien soltaba algún pajarillo en la iglesia.
Si se han
acabado aquellas humildes comedias de mis años infantiles, en tiempos de Doña
Ana eran gozadas por ella, como dice en La Albada al Nacimiento: ”Diránlo los
villancicos-y diránlo los cantors,-dirélo yo, que me enfuelgo-de repiquetear la
voz.
“Sin embargo,
nunca podié oblidar a inchenuidá d’a suya fabla d’o lugar natal, y as suyas
poesías en fabla aragonesa amuestran que siempre conservé guallarda a suya
identidá de nina, a pesar de qu’un diya s’arropase con as solemnes tocas
monchils y alcanzase a dinidá d’abadesa mitrada”.