jueves, 17 de octubre de 2024

“Cien años de amor y Cien años de soledad” de García Márquez.-




Estoy leyendo “Cien años de soledad” del hispano-americano Gabriel García Márquez, que habla de la soledad inmensa que pasó José Arcadio Buendía en el pueblo de Macondo, por él fundado. Hoy, día 7 de marzo del año 2007, he ido a visitar a Emilio Castelar a la Residencia  de Ancianos en que se ha retirado y allí recuerda y piensa en todos los acontecimientos de su vida. ¡Dios mío, qué vida tan larga! y vivida unas veces en medio de luchas y de guerras, otras acompañada por la paz y siempre luchando por ganarse la vida por medio del trabajo. Gozó y sufrió, pero ahora que ha cumplido noventa y seis años, se acuerda de la felicidad que le produjo el amor que compartió con Isabel Cativiela, con la que se casó el año de mil novecientos cuarenta y seis.

Es un hombre de una gran cultura y de una memoria extraordinaria, como demuestra recitando en latín y sin leerlos, varios textos clásicos de autores del Imperio Romano, que aprendió estudiando en el Seminario de Huesca, en compañía, entre otros  del cura de Siétamo, Don Alejandro Tricas, muerto hace poco tiempo con cerca de cien años de vida. Se acuerda de aquel Seminario Tridentino o de Trento, como él lo llamaba, diciéndome que se levantaban a las seis de la mañana. Su padre, según él mismo cuenta tenía algunas  ideas  volterianas y su madre era profundamente religiosa. Al dejar la carrera eclesiástica, se hizo Maestro Nacional y todavía yo me acuerdo de cuando estuvo ejerciendo como tal en el vecino pueblo de Siétamo, Alcalá del Obispo.

En el pueblo de Macondo, el Coronel Aureliano Buendía “como le había ocurrido durante la guerra con la muerte de sus mejores amigos, no experimentaba un sentimiento de pesar, sino una rabia ciega y sin dirección, una extenuante impotencia” y también había sacerdote en el pueblo de Macondo, porque como escribe García Márquez: ”llegó hasta denunciar la complicidad del Padre Antonio Isabel, por haber marcado a sus hijos con ceniza indeleble para que fueran sacrificados por sus enemigos. El decrépito sacerdote…apareció una tarde en la  casa con el tazón donde preparaba las cenizas del Miércoles…para demostrar que se quitaban con agua”.

Emilio Castelar tuvo un hermano militar,  al que conocí en el despacho de Don José Porta en su Fábrica de Harinas, pero también a él le llegaron las fechas de la Guerra Civil y por la ventana de su habitación, señalaba el Salto de Roldán, donde murió un amigo suyo, que no sé si estaba con unos o con otros. Es que en la guerra, a las personas les ocurre lo que le pasaba al Coronel Aureliano Buendía, que “no experimentaba un sentimiento de pesar, sino una rabia ciega y sin dirección, una extenuante impotencia”

Otro amigo suyo, como José María Trisán de Fañanás, en aquellos días de lucha, rescató de mi casa los viejos papeles, de bodas y de infanzonías.

Había más cultura, aunque no generalizada en España que en el Pueblo de Macondo, donde a causa de esa falta de cultura, todavía siguen luchando los pobres hispano americanos por alcanzar la Justicia. Aquí Emilio además de conocer el latín, se hizo Maestro y estableció una Academia, en la entrada del Campo de Fútbol de Villa Isabel, campo que fue de su esposa Isabel Cativiela. La conoció viéndola caminar por la calle y le escribió una carta pidiéndole su mano, que ella al ver las cualidades de su futuro esposo, aceptó.

Así como la esposa de Aureliano Buendía, llamada Ursula :”desafía el Tiempo por su longevidad”, pues parece ser que su vida pasó de los cien años, la esposa de Emilio Castelar  vivió muchos años , pero no tantos como Úrsula y se murió hace muy poco tiempo ,dejándolo sólo. Y ¡cómo lo siente el viudo! , que siempre que lo veo, se lamenta de su ausencia, pues  no solo estaba enamorado ,sino que lo sigue estando, porque al contemplar su habitación,  la ves presidida por  un cuadro de considerable tamaño, en el que se encuentran el padre de Isabel y  su madre; él está sentado con un gran sombrero y un abrigo levítico, en tanto que la madre viste un hermoso vestido oscuro que le llega hasta el suelo y sobre su cabeza luce un sombrero con grandes plumas, que se inclinan hacia los lados. Su madre fue Maestra Nacional en Siétamo, donde Isabel conoció a mi difunta hermana Mariví, con la que se bañaba en el entonces chalet de la Huerta del Conde, en una bañera interior de cinc y que calentaba el agua en el exterior, en una pila de piedra. El padre con aspecto de conquistador español de las Américas, se marchó a Buenos Aires a los catorce años de edad y estuvo de aprendiz en un gran comercio, en el que dormía por las noches, igual que Don Pablo Artero, me dijo que lo hacía en el más tarde comercio de su propiedad, como acabó siendo del señor Cativiela el comercio de Buenos Aires.

 Su amor le dura, porque todos los días, por la tarde se va con una sobrina que lo quiere mucho, a ver en la Residencia de Chimillas a una hermana de Isabel y en sus conversaciones la recuerda y la sigue amando. Hoy al mirar por la ventana de su habitación,  además de verse el Salto de Roldán, se veía la Sierra de Guara toda blanca, porque ayer cayó la nieve sobre ella. Al verla Emilio,  le parecía que Isabel había estado en la Sierra, atraída por el color blanco que marcó todos los días de su vida.       

Macondo vivió cien años de soledad y me parece que Emilio Castelar va a vivir más de cien años, acordándose del amor que se profesaban con  Isabel  Cativiela.

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