Estoy leyendo la obra de Carlos
Ruiz Zafón, titulada “La sombra del viento” y no puedo evitar recuerdos de la
vida que son como vientos, unos sombríos y otros esclarecedores que me han
frotado la sensibilidad a lo largo de los años. Soplaron sobre mí vientos que
me traían ensueños de felicidad, siendo todavía un niño, como le ocurrió al
protagonista de esta novela con la casi niña, que no veía con sus ojos, a la
que durante años de su infancia acompañó, soñando ingenuamente con su belleza y
con el amor que le producía su ceguera; tanto la quiso que le regaló el libro
de Carax, que había elegido en el Cementerio de los Libros, acompañado por su
padre, que le hizo ver su selecto
contenido, del que no quedaban ya tomos en el mundo, sino tan sólo aquel
que ahora poseía el niño.
Me impresionó el leer la
existencia de dicho cementerio y me acordé de otro fosal, el de la casa en que
yo nací, allá en la villa de Siétamo. Siempre me contaba mi padre que en la
biblioteca se encontraban numerosos libros; entre los que allí asomaban su
lomo, lo hacían unos que estaban encuadernados en pergamino. Se trataba de los
Anales de la Corona de Aragón de aquel aragonés cuyos antecesores, como los de
casi todos los habitantes de la provincia de Huesca, eran los vasco ibéricos y
que se llamaba Zurita. Para la Guerra
Civil, los que en dicha guerra participaron, como los que pertenecían a alguna
de las dieciséis confederaciones y
federaciones que a mi pueblo llegaron, cogieron todos los libros e hicieron una
hoguera en la que les dieron fin, como parece ser que ocurría en el Cementerio
de los Libros.
De la misma forma en que ahora,
después de tantos años, me acuerdo de las casi niñas de poca más edad que yo y
a algunas ya las he visto morir, antes que yo, y las recuerdo todavía con más cariño; tengo
que recordar aquellos libros, para recordar los viejos tiempos que ya,
normalmente, sobrepasan nuestra capacidad de recuerdo. ¡Cuánto daría yo por
algún tomo de aquellos apergaminados!. Y en cambio el niño amaba su libro y
temía que, después de recuperado de la biblioteca de la bella ciega, se lo
robaran, cuando otros le ofrecían por él grandes cantidades de dinero.
Al recoger el libro que a la
joven había regalado, descubrió cómo estaba en la cama acompañada por su
profesor de Música. Prometió no volver a visitarla nunca más y pensó en
destruir su bello y codiciado libro, llevándolo al Cementerio de los Libros
Olvidados. Cuando el niño hizo sonar el llamador, que representaba en hierro
forjado, un diablo, en el Cementerio de
Libros Olvidados, hizo soplar malos vientos sobre él, ya casi convertido en mozalbete y el llamador
con forma de diablo, que yo puse en la puerta de mi casa de Siétamo, lo quité
de ella rápidamente, porque vino una niña, llamada Ana María a ver a su
amiga es decir a mi hija Elena y se
quedó colgada de uno de sus dedos en aquellas afiladas astas.
A Daniel que protagoniza la novela, lo llenó
de sangre, una paliza que le dio el
profesor de música de la joven, a la que tanto amaba.
No fue Ana María a buscar ni a leer ningún libro, porque de
ellos el único que se acuerda soy yo mismo, no como le ocurría a Daniel dueño del libro de Carax, que lo
forzaba un extraño individuo a que se lo cediera y que olía a papel quemado.
Es que a mí me preocupa el pasado
de nuestra historia, del que ya no se acuerda casi nadie y a Daniel le preocupa
durante toda la novela, la historia de todos y de todas, que durante su vida ha conocido y cuya
memoria le preocupa y preocupará mientras él viva.
Me ha gustado enormemente lo que
le ocurre a Daniel a lo largo de la novela, pero yo después de leerla me tengo
que acordar de la doctora Ana, que me recomendó su lectura. Daniel estaba emocionado de asistir a tantos entierros de
libros y de ver pisos abandonados por personas ya muertas hace años, como nos
ocurrió a la doctora y a mí, al encontrarnos en el funeral de una persona, que
siendo niña, se encontró de repente, con sus padres fusilados. A ella durante
su vida la consolaron las Pajaritas del Parque de Huesca, que desde hace muchos
años presiden la Glorieta de los niños.
Mantuvimos una breve conversación
con la doctora Ana, con su compañera Yerani
y con Elena y en aquella conversación
en la que en breve tiempo surgieron múltiples temas, me recomendó la lectura de
“La sombra del viento” y mi hija Elena, que se preocupa por su padre, me compró
el libro.
No he acabado todavía de leerlo
todo, pero me ha dado luz su lectura para comprender otros problemas, que se
plantearon durante nuestra conversación, como por ejemplo el de las mujeres, de
las que me pidió mi opinión. Yo ateniéndome a la que dice el libro “La sombra del viento”, le contesto con lo que está
escrito en él, a saber : ”Como nos
enseña Freud, la mujer desea lo contrario de lo que piensa o declara, lo cual,
bien mirado, no es tan terrible porque el hombre, como nos enseña Perogrullo,
obedece por el contrario al dictado de su aparato genital o digestivo”. Pero
esta referencia alude a algunas de las mujeres, porque las hay que tienen
cerebro y corazón y estudian, trabajan al mismo tiempo que cuidan y educan a
sus hijos, lo que hace que esas mujeres sean más admirables que muchos hombres.
El autor de la novela no puede pasar sin hablar de aquellas mujeres a las que
da el calificativo de prostitutas. Cuenta el autor como levaron una de ellas,
llamada Rocío a un “abuelico”, que ya estaba próximo a la muerte. Así se explica : ”La Rociíto concluyó su ritual de
amor un rato después, dejando al abuelillo rendido y en brazos de Morfeo.
Cuando salimos, Fermín le pagó doble, pero ella, que lloraba de pena ante el
espectáculo de todos aquellos desahuciados olvidados de Dios y del demonio, se
empeñó en donar sus emolumentos a la hermana Emilia para que les diesen una
merienda de chocolate con churros a todos, porque a ella eso siempre le quitaba
las penas de la vida, esa reina de las putas”.
Yo después de leer esta
“historia”, me acordé de aquella sesión musical que siendo niño, escuché
delante de una casa de “mujeres malas”, en la Calle de Pedro IV. Volvíamos unos
cuantos niños a la sede de una cofradía, acompañados por el Padre Da Silva y a
medida que nos íbamos aproximando a la citada casa, se escuchaban, cada vez con
más fuerza, unas canciones que ellas cantaban, acompañadas por el sonido de
botellas golpeadas por las buenas “malas mujeres”. El Padre preguntó ¿quién
toca y canta esa música? ; nadie le contestó, pero no hacía falta, porque al
comprenderlo por sí mismo, sonrió.
La Calle Pedro IV, sale por el norte al convento
románico-gótico de San Miguel, que fue fundado por Alfonso el Batallador, Rey
de Navarra y Aragón, que conquistó a los árabes la ciudad de Tudela y murió
después de ser herido en Fraga. La estatua de esta heroico Rey de Aragón y de
Navarra, se alza en la salida de Huesca a Barbastro, debajo del Monasterio de
Montearagón, que forma también parte de la Historia de Navarra.
Las monjas de este hermoso
convento, me contaron que durante la Guerra Civil, las “malas mujeres”, cuando
caían las bombas sobre su calle, recogían a los niños semiabandonados y los
alimentaban. Ellas acudían al convento y delante del Cristo, depositaban flores
y encendían velas.
El padre de Daniel decía que no
creía en Dios, pero cuando se veía apurado a sí mismo o su hijo, le rezaba.
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