miércoles, 30 de mayo de 2012

Han caído derribados los arcos de los Porches


Han caído derribados los arcos de los Porches, que cual nuevos claustros civiles se elevaron en su tiempo, cabe y sobre, el viejo convento franciscano. Bajo los claustros conventuales pasearon, pasando las cuentas del rosario o meditando, aquellos frailes franciscanos que cubrían sus cabezas con capuchas y ocultaban sus manos en las anchas mangas de sus pardos sayales.

Al abrigo de los nuevos arcos, como claustros laicos, dedicados al prohombre Vega Armijo, pasearon a su vez, los ancianos, los mozos y las mozas; aquellos conversaban sobre tiempos pasados y aventuras amorosas, que renovaban simultáneamente los segundos, que en ocasiones se escapaban por parejas, al vecino Parque. Los adultos entraban en el  Flor, discutiendo de  negocios y  de  política, de guerras y de paces.

Bajo el suelo del bar, estaban escuchando las conversaciones, yaciendo en decúbito supino (resopinaus decía un viejo de mi pueblo), aquellos franciscanos que otrora pasearan.

Coincidía la capilla lateral, de la que fuera iglesia, donde los rumores de rezos se escucharon, con el espacio donde,  más tarde nosotros, acompañados de una copa o de un vaso, decíamos nuestras disparatadas o acertadas opiniones sobre los acontecimientos mundanales.

Aquellos muertos estaban bajo nuestros pies y al cerrarse la puerta y apagarse las luces del Bar Flor, comentaban en el silencio de la tumba y de la noche, la vanidad de nuestras vanidades. ¡Hoy ha venido el Rey!, decían unas veces, otras que el Jefe del Estado; en ocasiones comentaban como aquel ministro que tanto había prometido en el Palacio Provincial, tenía su cartera en peligro de perderla. Pasaron por sus calaveras todas las teorías políticas, el conservar de los conservadores, el progresar de los progresistas y antes las soflamas de los liberales y carlistas. Tal vez llegara hasta sus tumbas la humedad de lágrimas derramadas por cesantes y por viudas y huérfanos de las guerras. ¡Qué tristes sensaciones llegaban a sus huesos al percibir las ondas de la envidia, del afán de poder entre los políticos, del vicepresidente que aspiraba a robarle el escaño al presidente, de las promesas vanas a las gentes de pueblo, con el fin de conseguir sus votos!.

Después de muertos se enteraron que el amor, de que ello no gozaron, era una trampa que la Naturaleza preparaba a los hombres por perpetuar la especie y alcanzar beneficios materiales con las dotes. De sus dientes desnudos, al carecer de labios, no brotaban sonrisas pero les daban ganas de batir mandíbulas en ataque de risa, al escuchar de una mujer o un hombre, juramentos de amor, que hacían a diario a personas distintas.

Ha desaparecido la Diputación y con ella el Bar Flor y debajo de sus tumbas, tumbados, he conocido a dos frailes franciscanos. No llevaban cogulla ni rosario, tampoco se notaban los vestigios de su modesto hábito religioso. Los contemplé frente al cielo, desnudos no sólo de sus ropas y sus carnes, sino también de toda vanidad y de ambiciones.

Eran esqueletos con sus brazos cruzados como en vida llevaron tantas veces, pero estaban como felices y contentos porque estaban bañados por la luz de la que tanto tiempo carecieron. Me acordé del poeta cuando dice. “se ha de ver tu calavera al final de la jornada en las manos afiladas de un trapense o agustino y por donde hoy entran las locas alondras del pensamiento, por la fuerza del destino ha de entrar un día el viento. Memento”. Entraba el viento en sus órbitas y estaban desprovistos de vanidades. Volví a verlos varias veces porque me resultaban símpáticos, allí  “resopinados”. Eran mudos testigos de cuantas cosas pasaron y se dijeron en el centro de Huesca, durante largos años y yo me los miraba y ¿me miraban?, ¡no lo sé!. Las locas alondras del pensamiento entraban por mis ojos y el viento por sus órbitas y pensé que todo muere; miserere de carlistas, liberales, presidentes, diputados , generales y soldados.

Fui hace poco a saludarlos y la joven arqueóloga que grácilmente se movía investigando por las zanjas, los había recogido en sendas bolsas de plástico. Aquellos armazones de huesos tan armoniosos, que fueran sus tumbas, se habían convertido en cúmulos óseos, informes, encerrados en bolsas. La joven que respetuosamente los había recogido, me dio la sensación de que lo sentía, pero era necesario cumplir con su deber. Sonrió y tenía unos hermosos labios. Di gracias a Dios.


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