Pablo Cano C.S.V. |
Murió el día 25 de Noviembre del
año de 2011, en la Residencia de Valladolid perteneciente a la Comunidad de San
Viator.
Lo conocí en una antigua
casa-palacio en Escoriaza, donde el año de 1941, comenzamos a estudiar. Aquel
edificio era de una belleza serena, construido con piedra de sillería. Vivir en
él te llenaba el alma de nostalgias espirituales, que te aproximaban al Creador.
Se entraba subiendo una escalera de piedra, de no mucha altura y por una gran
puerta, se entraba en una especie de receptorio, del que pasabas a los
claustros, con sus arcos que te invitaban a dar vueltas por aquel suelo
empedrado, pensando en una vida eterna y feliz o rezando el rosario. Caminabas,
mirándote al centro de aquellos claustros, donde una fuente regaba un jardín,
presidido por la figura piadosa de la Virgen. Pero no se acababan, a este
nivel los arcos, pues sobre ellos se
repetía el piadoso recorrido de otro claustro elevado. Por el claustro bajo se
penetraba en la Iglesia, que era imponente de piedad cristiana, en la que
cabrían todos los fieles de una parroquia. Allí ayudábamos a misa, Pablo Cano y
yo mismo, mientras en el Coro, cantaban los Hermanos de San Viator salmos, como aquel que dice: ”In exitu Israel de Egipto, domus Jacob de
populo barbaro”, “en la salida del pueblo de Israel de Egipto, la casa de Jacob
de aquel pueblo bárbaro”. Los que cantaban en el Coro, habían penetrado en él,
por el Claustro Alto. Y en el tramo por donde allí se entraba, se accedía a la
habitación del santo Padre Clemente Leygues. Para ayudar a misa, habíamos
entrado en la Iglesia por el Claustro de Abajo, pero para ir a pedir consejo a dicho Padre Leygues; lo hacíamos tanto Pablo
Cano como yo por los Claustro de Arriba. ¡Qué lección se recibía de los
consejos de tan piadoso Padre Espiritual, pero lo que más impresión te producía
era contemplarlo, con la piel de su rostro y de sus manos de color rojo intenso,
producido por el enorme frío que estaba soportando, sentado delante de una
mesa, sin encender ni una estufa de leña, que le hiciera más soportable aquel
sufrimiento, que él mismo convertía en penitencia. Era francés, pero para
nosotros parecía un ciudadano que por el mundo, quería subir al cielo.
Paco Cano Martínez, venía desde
el Pueblo montañés de San Pelayo, coincidiendo conmigo en los estudios de
Escoriaza, en Agosto de 1941. El aguantaba mejor que yo el frío, porque San
Pelayo, se encuentra en la Merindad de Montijo, al Norte de la Provincia de
Burgos, que está a 782 metros sobre el nivel del mar. Se extiende a los pies
del Monte Zalama, cuya cumbre divide las provincias de Cantabria, Vizcaya y
Burgos. En aquellos tiempos la comida no era abundante ni demasiado buena.
Trajeron un camión de judías secas, pero estaban perforadas por parásitos y se
comían con cierta repugnancia, vencida
por el hambre. Pero Pablo de una tierra verde y sana, donde el ganado
proliferaba, recibía junto con su hermano Emilio, también Clérigo de San Viator, unos quesos
hechos por su madre, que eran enormes de tamaño y exquisitos de sabor. En cambio a mí, mi padre y mi abuela, me mandaron un paquete,
que recibí, pero agujereado y con un pequeño trozo de torta, porque el resto se
lo habían comido. Yo no me enfadé porque comprendía el hambre que obligó a
algún individuo que viajaba en aquellos vagones, a comer lo que estaba tan
cerca de él. Mi madre murió a los pocos meses de entrar en el convento de
Escoriaza y no me llevaron a despedirme de ella. Era yo feliz espiritualmente,
pero sufría por el frío, la alimentación
y los nervios que no me dejaban parar. En cambio Pablo, alto y fuerte, ayudado
por el queso que le mandaban sus padres, siguió adelante, pero a última hora,
pero así como mi salud me impidió seguir la vida por los claustros, él estuvo
dando clases en Vitoria y en Sopuerta. En 1960, fue destinado a Costa de
Marfil. Allí, según me contó cierto día, tomando un café, que fue feliz, pues
hasta familias musulmanas, le agradecieron su labor educativa. Era aquella una
educación cristiana del espíritu y del cuerpo, porque promocionó el baloncesto entre aquellos alumnos de piel
oscura y alma blanca. Después de largos años trabajando en Costa de Marfil, se
despidió, pero el Señor le concedió el
consuelo porque un día del mes de Junio de 2006, volvió para celebrar la
clausura de los cincuenta años de esa Misión marfileña. En aquel café, que
tomamos en un bar de Huesca, se acordó de que allá, en el Africa, abrieron otro
Café en la Misión, a donde acudían personas, con las que alababan al Señor y
compartían su Palabra. Pero a pesar de su vida trabajosa y en contacto con el
desarrollo mental de sus alumnos, él estuvo durante tres años, desde 1979, en
Bogotá, con el objeto de perfeccionarse en sus estudios superiores de Lengua y
Literatura del idioma español.
Pero el recuerdo de Africa le
llevó otra vez a Costa de Marfil el año de 1991, donde le comenzaron a aparecer
los primeros síntomas Alzheimer, que aunque no le dejó hasta el fin de sus
días, fue destinado al Colegio de Huesca, donde durante cinco años, la soportó.
Yo lo iba a ver al Colegio y a veces no estaba, porque había ido al Hospital
Provincial a tratar con el Médico su progresiva enfermedad. Yo no le noté su
enfermedad, pero esta le atacó de tal forma, que en 2006 se incorporó a la
Residencia de Valladolid. En Huesca se le veía feliz y no cesaba de hacer obras
de caridad, como enseñar a hijos de inmigrantes africanos, la lengua
castellana. Tenía un trato que a mí me relajaba de las tensiones, que a veces
tenía y me dio esperanzas de una vida futura, en la que
nos encontraremos algún día.
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