Corbetas en el nido |
He oído, desde la galería, alboroto en el corral; me he animado y un coro de graznidos ha herido mis oídos. En lo profundo del corral, una pareja de pequeñas cornejas o corvetas va andando torpemente y mirando hacia arriba, sobre las bardas del corral, a don cornejo y doña corneja con la cabeza del color de la ceniza, que avizoran a sus hijos para bajarles el cebo, sin que corran peligro. Tienen su nido en la bóveda de la iglesia, donde entran por una pequeña ventana de arco, que para ellas es la puerta de su casa; pequeña casa y rústica de palos y yerbas secas, pero segura y abrigada contra las inclemencias del "orache", por un inmenso tejido, tejido de vigas, de maderos, de cañizos y de tejas. No son los únicos inquilinos de tal mansión pues conviven con lechuzas y palomas; con estas no mantienen relaciones de buena vecindad, pues se comen sus huevos suculentos y tratan de desplazarlas de esos lares. Con las lechuzas no parece que sus relaciones sean mejores, pero han llegado a un modus vivendi, porque sus horarios no coinciden. Durante el día, cuando luce el sol, bajo la arcuación de la pequeña ventana, que para las aves de que hablo es la puerta de su casa, son las cornejas las que se asoman, toman el sol, otean el horizonte y entran y salen; allí también alborotan como esas viejas, vestidas de negro, lo hacen bajo el arco de piedra de la puerta de sus casas somontanesas, pero por la noche, quien ocupa el portal es la reina de la obscuridad, de enormes ojos, la que todo lo mira y lanza su monótono chist-chist, como si fuera una monja de hábitos blancos encargada de imponer el silencio en el convento, en este caso el convento enorme del Valle del Guatizalema, lleno de lamparitas estrelladas y presidiéndolo todo una enorme lámpara que es la luna, que se refleja en el río, en los charcos y en las balsas y que a veces traiciona el sigilo de la lechuza, a la que se ve su plumaje sedoso y blanco y el movimiento curioso de su cabeza y de sus ojos enormes y redondos. Las crías de las aves nocturnas y diurnas, cuando son volanderas, se asoman con frecuencia al exterior, agitan sus alas, como entrenándose para iniciar su lucha por la vida, a veces caen al suelo al ser empujadas por sus hermanas de nidada y otras veces su impaciencia juvenil las hace bajar antes de hora de su nido familiar. Al caer al corral, sus paredes les impiden el vuelo rasante, único que su falta de entrenamiento les permite realizar. Si no son víctimas de alguna gallina clueca, que ve en las pequeñas cornejas enemigos de sus pollitos o de alguna oca de pico enorme, sus madres las alimentan por unos días, hasta que saben volar hacia las bardas de la pared del corral, que les sirve de rampa de lanzamiento en su vuelo hacia la libertad.
En el caso de mis dos corvetas, tuve la satisfacción de comprobar como salían airosas de la torpe aventura juvenil, que las había puesto en peligro.
Si hubiesen sido pichones no sé si se hubieran escapado de acabar en una cazuela, guisados con cebolla.
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