Han caído derribados los arcos de
los Porches, que cual nuevos claustros civiles se elevaron en su tiempo, cabe y
sobre, el viejo convento franciscano. Bajo los claustros conventuales pasearon,
pasando las cuentas del rosario o meditando, aquellos frailes franciscanos que
cubrían sus cabezas con capuchas y ocultaban sus manos en las anchas mangas de
sus pardos sayales.
Al abrigo de los nuevos arcos, como
claustros laicos, dedicados al prohombre Vega Armijo, pasearon a su vez, los
ancianos, los mozos y las mozas; aquellos conversaban sobre tiempos pasados y
aventuras amorosas, que renovaban simultáneamente los segundos, que en
ocasiones se escapaban por parejas, al vecino Parque. Los adultos entraban en
el Flor, discutiendo de negocios y
de política, de guerras y de
paces.
Bajo el suelo del bar, estaban
escuchando las conversaciones, yaciendo en decúbito supino (resopinaus decía un
viejo de mi pueblo), aquellos franciscanos que otrora pasearan.
Coincidía la capilla lateral, de
la que fuera iglesia, donde los rumores de rezos se escucharon, con el espacio
donde, más tarde nosotros, acompañados
de una copa o de un vaso, decíamos nuestras disparatadas o acertadas opiniones
sobre los acontecimientos mundanales.
Aquellos muertos estaban bajo
nuestros pies y al cerrarse la puerta y apagarse las luces del Bar Flor, comentaban
en el silencio de la tumba y de la noche, la vanidad de nuestras vanidades. ¡Hoy
ha venido el Rey!, decían unas veces, otras que el Jefe del Estado; en
ocasiones comentaban como aquel ministro que tanto había prometido en el
Palacio Provincial, tenía su cartera en peligro de perderla. Pasaron por sus
calaveras todas las teorías políticas, el conservar de los conservadores, el
progresar de los progresistas y antes las soflamas de los liberales y
carlistas. Tal vez llegara hasta sus tumbas la humedad de lágrimas derramadas
por cesantes y por viudas y huérfanos de las guerras. ¡Qué tristes sensaciones
llegaban a sus huesos al percibir las ondas de la envidia, del afán de poder
entre los políticos, del vicepresidente que aspiraba a robarle el escaño al
presidente, de las promesas vanas a las gentes de pueblo, con el fin de
conseguir sus votos!.
Después de muertos se enteraron
que el amor, de que ello no gozaron, era una trampa que la Naturaleza preparaba
a los hombres por perpetuar la especie y alcanzar beneficios materiales con las
dotes. De sus dientes desnudos, al carecer de labios, no brotaban sonrisas pero
les daban ganas de batir mandíbulas en ataque de risa, al escuchar de una mujer
o un hombre, juramentos de amor, que hacían a diario a personas distintas.
Ha desaparecido la Diputación y
con ella el Bar Flor y debajo de sus tumbas, tumbados, he conocido a dos frailes
franciscanos. No llevaban cogulla ni rosario, tampoco se notaban los vestigios
de su modesto hábito religioso. Los contemplé frente al cielo, desnudos no sólo
de sus ropas y sus carnes, sino también de toda vanidad y de ambiciones.
Eran esqueletos con sus brazos
cruzados como en vida llevaron tantas veces, pero estaban como felices y
contentos porque estaban bañados por la luz de la que tanto tiempo carecieron.
Me acordé del poeta cuando dice. “se ha de ver tu calavera al final de la
jornada en las manos afiladas de un trapense o agustino y por donde hoy entran
las locas alondras del pensamiento, por la fuerza del destino ha de entrar un
día el viento. Memento”. Entraba el viento en sus órbitas y estaban
desprovistos de vanidades. Volví a verlos varias veces porque me resultaban
símpáticos, allí “resopinados”. Eran
mudos testigos de cuantas cosas pasaron y se dijeron en el centro de Huesca,
durante largos años y yo me los miraba y ¿me miraban?, ¡no lo sé!. Las locas
alondras del pensamiento entraban por mis ojos y el viento por sus órbitas y
pensé que todo muere; miserere de carlistas, liberales, presidentes, diputados
, generales y soldados.
Fui hace poco a saludarlos y la
joven arqueóloga que grácilmente se movía investigando por las zanjas, los había
recogido en sendas bolsas de plástico. Aquellos armazones de huesos tan
armoniosos, que fueran sus tumbas, se habían convertido en cúmulos óseos,
informes, encerrados en bolsas. La joven que respetuosamente los había
recogido, me dio la sensación de que lo sentía, pero era necesario cumplir con
su deber. Sonrió y tenía unos hermosos labios. Di gracias
a Dios.
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