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Son las ocho y media de la mañana
del último día de Agosto de este caluroso verano del año 2003. Aparco en la
subida que está frente al jardín que hoy ocupa el solar en el que se encontraba
edificado el cuartel, que estaba debajo del actual museo y frente a la parte
lateral del Seminario. En ese cuartel cumplió el servicio militar de alférez,
mi hermano Manolo, que atendió a mi amigo y paisano Cabrero, cuando le cayó un
rayo en el Campamento de Igriés. Yo estuve con mi hermano, que fue a visitar a
un soldado enfermo y me acuerdo del aprovechamiento de las antiguas
construcciones, que hoy día muchas de
ellas se han derribado.
Fui andando a la Catedral y al
pasar por el seminario vi a Don José María, párroco de Coscullano, que por lo
visto había madrugado, para ir a decir misa en diversos lugares, porque ahora
son escasos los sacerdotes. No me vio, pero yo miré hacia la pequeña plaza, que
está al lado de la puerta del Seminario, donde está el busto de Ramón y Cajal,
que parece seguir meditando. Entra por dicha plaza el sol que brilla
intensamente, a pesar de haber cambiado enormemente el tiempo, porque el calor
ha cedido y el sol, a estas horas parece que me llama y me atrae, para que goce
de sus rayos, mientras contemplo la ilustre cabeza de nuestro sabio y después
me miro hacia el Monasterio de Montearagón, que parece estar paralelo a nuestra
ciudad, a la que mira como la miró en los años de mil noventa y cinco y noventa
y seis, con deseos de poseerla, pero los tiempos avanzan y todavía mira a
Huesca, en la que ya no contempla el convento de San Bernardo ni el Cuartel ni
tantos monumentos, pero que sin embargo la ve crecer.
En cambio Huesca se mira a
Montearagón con indiferencia porque se ha convertido en una ruina.
Sigo por la puerta del Museo y
entro por la calle de San Bernardo, oigo la cerradura de una puerta falsa y me
parece que por ella, como otras veces, va a salir un labrador oscense, que vive
en la calle del Suspiro. Sale por fin el esperado Claraco, saca su bicicleta y
nos ponemos a hablar el uno con el otro. Tiene un año más que yo y a pesar de
encontrarnos tantas veces, no hablamos de la Agricultura hasta el día de hoy,
en que me dice que se va al huerto, porque ya no labra sino que tiene la tierra
dada a cultivar por algún otro; es que se van envejeciendo los labradores y
como los curas quedan ya muy pocos y pasa con los labradores que están
abandonando el cultivo de la tierra y los sacerdotes al morir no son sustituidos por otros que se dediquen
al culto divino. ¡Qué dedicación la de los curas y de los labradores al culto
divino del pueblo de la vecina Sierra y al cultivo de la tierra oscense!.
Claraco conserva el apodo que, con gran honor, llevaba su familia desde siglos,
como todas las casa de labranza de Huesca llevaban el suyo!, ya que su
auténtico apellido es el de Sauqué.
Llego por la calle de Dormer a la
Catedral y allí observo la cultura del hombre, por ejemplo en el arte del altar
mayor, esculpido por Damián Forment y por su hija, cuyos bustos, como el de
Cajal en el Seminario, se exponen a la contemplación de los visitantes y de los fieles, que se quedan admirados por
la belleza de la hija escultora.
Al marchar,
otra vez al lado del Seminario me encuentro a un anciano sacerdote, que casi
siempre va sólo, como meditando. Me pongo a hablar con él y me llena de frases
sagradas, como la siguiente: la Naturaleza inferior de los animales se rige por
las leyes de esa Naturaleza, pero a los hombres Dios nos ha hecho libres y la
libertad nos hace a unos, creer en Dios y a otros, como a Ramón y Cajal, dudar
de El. El Señor nos dio la libertad.
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