Ha llegado el frío, pero sin
embargo, descubro, como cuando el
“orache” es “placible” o placentero, aparece la silueta de la ciega dibujada
sobre la pared de un bar.
Ahora ya no grita como hacían
antes sus compañeros:”Los diez iguales para hoy”; es su silueta inmóvil el
único reclamo. Es un reclamo dulce, que no te ve hasta que te encuentras muy
próximo a ella; si hablas con alguien a varios metros de distancia, te reconoce
por la voz y te llama. Me pregunto si yo elevo el tono de mi voz para que
perciba mi presencia, tal vez sea que sus oídos son muy agudos para compensar
su falta de visión, pero también puede ocurrir que, como soy de pueblo, hablo
más fuerte que los ciudadanos.
A veces acudo a ella, sin que me
llame con su boca, pues aunque sus ojos no brillan, hay algo que brilla en su
interior, que me comunica una alegría, que es tan difícil de encontrar en
aquellos y en aquellas que, integrados como partículas en el fluir del río
callejero, corren nerviosos, preocupados y espasmodizados, sin capacidad para
pararse con amigos, con parientes o con simples conocidos.
A veces he escuchado o leído que
el sonido de las aguas, en el río, que es un llanto porque no pueden pararse a
contemplar la frondosidad de un árbol de ribera en el que, posados cantan los
pájaros, o la belleza de un puente románico, en cuyas barandillas dos jóvenes
se besan.
Yo me integro, también, cual gota
de agua humana en la riada de la calle, pero conservo y trataré de conservar el
privilegio de pararme al contemplar la silueta de la ciega, que por fuera no ve
o ve muy poco, pero que por su boca, con palabras y sonrisas, me transmite
calor, aún en invierno.
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