sábado, 6 de julio de 2019

AGUSTIN CIRIA Y SOFIA ORDÁS



¡Que corta es la vida de los  humanos!. Hoy he pasado por la Calle Alta de Siétamo y en un balcón de la gran casa, donde vivieron Agustín Ciria y su esposa Sofía Ordás, he visto al argentino artista musical, que estaba en un balcón, preocupado por la devolución a CASA CALVO de la limpieza de los hierros del balcón, que piensa en devolverles su pasada belleza. El argentino daba brillo a las barras de hierro de un balcón, con la ilusión de devolverle la gracia que producía sentarse en el mismo, unas veces para saludar la procesión del Corpus Cristi y otras para conversar con los individuos que pasaban por la calle, sobre el tiempo o las novedades, que sucedían cada día. Sofía con la cual vivía enamorado Agustín, hacía ya muchísimos años, porque Sofía murió cuando ya tenía más de cien años. Desapareció esta pareja hace ya muchos años y se quedó la casa Calvo vacía, pero a pesar de su vacuidad, si alguna vez podía entrar en el patio de esta casa, siempre miraba a la pared  que  al subir por la escalera, mostraba hacía ya cientos de años un aparato de relojería con su péndulo. Hoy me he mirado al lugar donde se alzaba el reloj y no estaba, pero en la cal de la pared, se veía la silueta del gran reloj de péndulo.
El tiempo va pasando y después de encontrarse vacía la gran casa, ésta se encuentra de nuevo habitada por una pareja, compuesta por un artista del sonido, nacido en la Argentina y su compañera, rubia de silueta parecida a la del hispano-americano.
Estaba la casona envejecida por el tiempo, la lluvia y el abandono y mi amigo el artista argentino de los órganos y los violines, escuchando los sonidos de los numerosos instrumentos musicales, se veía impulsado a restaurar aquel antiguo palacio y después de rellenar sus habitaciones de órganos, violines ,impulsado por sus musicales sonidos, preparó una galería encerrándola en grandes cristales y mirando al antiguo corral, por cuyas paredes escalaban verdes cepas de uvas apetitosas hasta su altura superior. Está toda la casa habitada por instrumentos musicales, por el artista argentino, su trabajadora compañera y por un can negro y dócil, que les daba su cariño y su agradable compañía, que se llevaba muy bien con dos gatos también negros, cada uno con su collar de cuero, que gozaban y hacían gozar a sus dueños o más bien amigos de paz y de sensibilidad. No hacían sonar sus sonidos guturales, sino que escuchaban los sonidos musicales de su órgano y de sus violines.
En una pequeña habitación, que tenía un ambiente alegre por haber pintado el Artista sus techos y paredes, tiene un tablero musical, lleno por toda su superficie de mandos escritos en inglés y que  era,  para  mí, un aparato misterioso, que podía hacer sonar toda clase de notas musicales y elevar el espíritu de sus “comentarios sonoros”, que llenan el espíritu del hombre que los escucha, de una satisfacción sonora, que vuelve a los hombres que los escuchan, hombres felices. Yo no entiendo el amor a la música  de  mi  amigo  el  Argentino, pero no puedo desprenderme de esos sonidos, tal vez divinos, que harán a Agustín y a Sofía acudir, después de muertos a complacerse con esos sonidos.   

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