¡Que corta es la vida de los humanos!. Hoy he pasado por la Calle Alta de
Siétamo y en un balcón de la gran casa, donde vivieron Agustín Ciria y su
esposa Sofía Ordás, he visto al argentino artista musical, que estaba en un
balcón, preocupado por la devolución a CASA CALVO de la limpieza de los hierros
del balcón, que piensa en devolverles su pasada belleza. El argentino daba
brillo a las barras de hierro de un balcón, con la ilusión de devolverle la
gracia que producía sentarse en el mismo, unas veces para saludar la procesión
del Corpus Cristi y otras para conversar con los individuos que pasaban por la
calle, sobre el tiempo o las novedades, que sucedían cada día. Sofía con la
cual vivía enamorado Agustín, hacía ya muchísimos años, porque Sofía murió
cuando ya tenía más de cien años. Desapareció esta pareja hace ya muchos años y
se quedó la casa Calvo vacía, pero a pesar de su vacuidad, si alguna vez podía
entrar en el patio de esta casa, siempre miraba a la pared que al
subir por la escalera, mostraba hacía ya cientos de años un aparato de
relojería con su péndulo. Hoy me he mirado al lugar donde se alzaba el reloj y
no estaba, pero en la cal de la pared, se veía la silueta del gran reloj de
péndulo.
El tiempo va pasando y después de
encontrarse vacía la gran casa, ésta se encuentra de nuevo habitada por una
pareja, compuesta por un artista del sonido, nacido en la Argentina y su
compañera, rubia de silueta parecida a la del hispano-americano.
Estaba la casona envejecida por
el tiempo, la lluvia y el abandono y mi amigo el artista argentino de los
órganos y los violines, escuchando los sonidos de los numerosos instrumentos
musicales, se veía impulsado a restaurar aquel antiguo palacio y después de
rellenar sus habitaciones de órganos, violines ,impulsado por sus musicales
sonidos, preparó una galería encerrándola en grandes cristales y mirando al
antiguo corral, por cuyas paredes escalaban verdes cepas de uvas apetitosas
hasta su altura superior. Está toda la casa habitada por instrumentos
musicales, por el artista argentino, su trabajadora compañera y por un can
negro y dócil, que les daba su cariño y su agradable compañía, que se llevaba
muy bien con dos gatos también negros, cada uno con su collar de cuero, que
gozaban y hacían gozar a sus dueños o más bien amigos de paz y de sensibilidad.
No hacían sonar sus sonidos guturales, sino que escuchaban los sonidos
musicales de su órgano y de sus violines.
En una pequeña habitación, que
tenía un ambiente alegre por haber pintado el Artista sus techos y paredes,
tiene un tablero musical, lleno por toda su superficie de mandos escritos en
inglés y que era, para mí,
un aparato misterioso, que podía hacer sonar toda clase de notas musicales y
elevar el espíritu de sus “comentarios sonoros”, que llenan el espíritu del
hombre que los escucha, de una satisfacción sonora, que vuelve a los hombres
que los escuchan, hombres felices. Yo no entiendo el amor a la música de mi amigo el
Argentino, pero no puedo desprenderme de
esos sonidos, tal vez divinos, que harán a Agustín y a Sofía acudir, después de
muertos a complacerse con esos sonidos.
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