Rio Isuela. |
Por
el sol saliente rodea a Huesca la Isuela, nombre de un río con reminiscencias
ibéricas, hoy el río pudiera ser llamado la cloaca, que lanza emanaciones
putrefactas.
La
Isuela era un río; yo me acuerdo de pescar con caña en él y tenía a sus orillas
un paseo: La Alameda. Sigue la Alameda al río desde el Puente de San Miguel y
hasta el otro puente que cruza al otro lado de Santo Domingo. En medio está el
Puente del Diablo, pues en esta tierra nuestra, santos y diablos se mezclan en
místicas peleas, orgías y romerías, tal como Goya las pintó en sus aguafuertes.
Lame el río la Alameda por su ribera izquierda y por la derecha se alzan las
murallas romanas y moriscas. A la izquierda de la Alameda se eleva el Pueyo de
Don Sancho, la Ermita de las Santas Nunila y Alodia y el cementerio donde
reposa Manolín Abad. Alineados los Álamos formaban la Alameda, que era el Paseo
elegante de Huesca. Allí, a la sombra de los pópulos albus y trémulus, las
señoritas de blancas pamelas, botines de cañas finísimas y mirada picaresca,
paseaban su porte y temblaban sus corazones de amor, por primera vez.
Florinda
con sus amigas llegaba a la Alameda por el puente de Santo Domingo, después de
haberse tomado su horchata de trufas, para iniciarse en las lides del amor.
De
Flora decían si había pasado o no el puente del Diablo a altas horas de la
noche. Tal vez se la quiso “llevar el río creyendo que era mozuela” o tal vez
tuvieran que ver “las lenguas de doble filo”, pero “nadie supo de fijo saber”
si en alguna torre, Flora había comido churros con chocolate. Tuvo lugar un
duelo bajo las Murallas para aclarar el honor de Flora y los álamos que eran
los únicos que sabían la verdad, estiraban sus copas, curiosos. Por el puente
de San Miguel, cruzaba Floripondia, que
bajaba de la calle de la Malena con su corte ruidosa, porque se iban a las
choperas a beber cazalla y ron. Las Choperas son las Alamedas, pero en basto y
en ellas no hay que guardar etiquetas para beber en sus fuentes, ni para folgar
en sus sombras.
Floripondia
guisaba, Floripondia cantaba, alcahueteaba y engordaba y los días veintinueve
de cada mes, una vela encendida le ponía a San Miguel. ¿Qué hace San Miguel a
la orilla de un río? porque San Miguel Arcángel es más propio para un monte
altivo. Pero ¡oh paradoja!, tiene un puente alado y entrañable donde los
soldados rompen el paso marcial al pasar y debajo el puente es como una cueva,
más propia de San Martín. Allí se alojan gitanos y gitanas. Encima del puente
un azud retiene la corriente, para desviarla hacia el Almériz. En el remanso se
mira la luna blanca y en ese remanso se reflejan las caras negras de las
gitanas y las caras tordas de burros y mulas. Pasa de noche Don Pepe, caballero
en su jaca castaña por encima del puente, ladran los perros, se inquietan las
bestias y para calmarse beben el agua de la ”badina”, se mueve el agua, riela y
ríe la luna en la cara del río, la gitana se mueve, brilla el blanco de sus
ojos negros en la enramada. La jaca vuelve por el camino de las tres cruces y
tres sombras se confunden en una. Yo les he preguntado a los peces del río, a
los chopos del soto y a la luna lunera. Los ladridos del perro se los llevó el
aire, a los peces de plata se los llevó el agua, las hojas del chopo se fueron
con el otoño, pero siempre ha existido una respuesta de gitanillos rubios.
¡Cuántas cosas pasaban por el puente y el Ermita, por la Ermita y las eras, por
éstas y las cuevas! Se oía un silbar de sílfides en el río (hoy léase ratas),
de silfos en los chopos, de flechas de sátiros, de sagitas de Cupido y de arcos
matadores, como el que hirió a Don Sancho.
¡Alameda,
hoy te recuerdo pero no te reconozco!
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