A los noventa y seis años, se ha
marchado de este mundo Don Alejandro, después de rendir un largo servicio a la
iglesia y a sus fieles. Nació en Nueno, estudiando en el Seminario de Huesca y
al acabar sus estudios, fue destinado a Fuencalderas, donde estuvo unos cinco o seis años, enterrando en tal lugar a
su madre que lo cuidaba como madre y como casera. Bajó después a Coscullano,
desde donde atendía a Arbaniés, Sipán,
Loscertales, La Almunia del Romeral y a Los Molinos. Con frecuencia subía a
Panzano, a confesar a las monjas de Santa Ana, en la residencia donde vivió la
Madre Bescós. Todo ese recorrido lo hacía con una bicicleta, en la que a veces
llevaba en la barra a su sobrino de Nueno, que actuaba de monaguillo en
aquellos pueblos.
Después de recorrer toda esa
comarca del Somontano, bajó a Siétamo, donde convivió con sus vecinos y fieles
de su parroquia, con los que conversaba sobre temas del alma, sobre asuntos de la agricultura o sobre la
caza. Fue, hace ya años un gran cazador en Coscullano, donde le acompañaba un
“perdigacho”, que empleaba como reclamo y con gran cariño y confianza, lo
llamaba Perico. Además vivía la agricultura con un entusiasmo que le hizo ser
un gran “picador” de un huerto, donde cavaba o picaba, como decimos en Huesca.
En él gozaba y debajo de la sombra de la acacia, a la entrada del pueblo,
sentado en ese largo banco o “branquilera”, explicaba como cultivaba los
melones y los tomates. Dicen que cierto año consiguió que un girasol criase una
cabeza de semillas, que llegó a tener cerca de un metro de diámetro. Cuentan
que este hecho consta en el libro de Guinnes. Vivía sólo, igual que un ermitaño
y era muy frugal en sus comidas, porque al comer productos naturales de su
propio huerto, ha llegado a vivir noventa y seis años. No ha vivido cien porque
su salud se resintió al morir hace unos dos meses un sobrino al que quería con
todo su corazón.
Hablaba también de hechos históricos sacando
la conclusión de que “el que gana la guerra, pierde”. El buscaba la paz, porque
no decía como a su padre le obligaron a cavar una fosa para enterrar a
Alejandro. Quizá, al pensar en estos duros recuerdos, pensaba en el mal que
hacen las guerras en el mundo. El sabía que siempre se han dado guerras en el
mundo, porque cuando paseaba por el monte, encontraba hachas prehistóricas, que
nos enseñaba a nosotros y a los historiadores que venían a Sétamo.
Al llegar la reforma de la
liturgia, se tomó un gran interés, porque a un albañil de Siétamo, llamado
Soler y que picaba la piedra como un gran escultor, lo convenció para que
hiciera un altar pétreo, desde el que el sacerdote, al decir la misa, mira a
los fieles y no les da la espalda como ocurría en los altares antiguos. Se preocupaba
de aproximar los hombres al Señor y colgó un crucifijo de hierro, en la bóveda
con cristales de colores incrustados, que obliga a los fieles a mirarlo y
acercarse a Dios.
Cuando ya tuvo dificultades para
vivir con tanto sacrificio, Monseñor Osés lo llevó a la residencia que los
sacerdotes tienen en el seminario y de allí pasó a residir en el asilo de las
Hermanitas de los Hermanos Desamparados. Pero él no estaba desamparado porque
cuando se marchó de Siétamo, encontramos entre sus objetos unas estampas que
había mandado hacer, en que la esperanza está representada por la patrona del
pueblo, a saber la Virgen de la Esperanza.
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