jueves, 13 de septiembre de 2018

Mosen Alejandro Tricas




A los noventa y seis años, se ha marchado de este mundo Don Alejandro, después de rendir un largo servicio a la iglesia y a sus fieles. Nació en Nueno, estudiando en el Seminario de Huesca y al acabar sus estudios, fue destinado a Fuencalderas, donde estuvo unos  cinco o seis años, enterrando en tal lugar a su madre que lo cuidaba como madre y como casera. Bajó después a Coscullano, desde donde atendía  a Arbaniés, Sipán, Loscertales, La Almunia del Romeral y a Los Molinos. Con frecuencia subía a Panzano, a confesar a las monjas de Santa Ana, en la residencia donde vivió la Madre Bescós. Todo ese recorrido lo hacía con una bicicleta, en la que a veces llevaba en la barra a su sobrino de Nueno, que actuaba de monaguillo en aquellos pueblos.
Después de recorrer toda esa comarca del Somontano, bajó a Siétamo, donde convivió con sus vecinos y fieles de su parroquia, con los que conversaba sobre temas del alma,  sobre asuntos de la agricultura o sobre la caza. Fue, hace ya años un gran cazador en Coscullano, donde le acompañaba un “perdigacho”, que empleaba como reclamo y con gran cariño y confianza, lo llamaba Perico. Además vivía la agricultura con un entusiasmo que le hizo ser un gran “picador” de un huerto, donde cavaba o picaba, como decimos en Huesca. En él gozaba y debajo de la sombra de la acacia, a la entrada del pueblo, sentado en ese largo banco o “branquilera”, explicaba como cultivaba los melones y los tomates. Dicen que cierto año consiguió que un girasol criase una cabeza de semillas, que llegó a tener cerca de un metro de diámetro. Cuentan que este hecho consta en el libro de Guinnes. Vivía sólo, igual que un ermitaño y era muy frugal en sus comidas, porque al comer productos naturales de su propio huerto, ha llegado a vivir noventa y seis años. No ha vivido cien porque su salud se resintió al morir hace unos dos meses un sobrino al que quería con todo su corazón.
 Hablaba también de hechos históricos sacando la conclusión de que “el que gana la guerra, pierde”. El buscaba la paz, porque no decía como a su padre le obligaron a cavar una fosa para enterrar a Alejandro. Quizá, al pensar en estos duros recuerdos, pensaba en el mal que hacen las guerras en el mundo. El sabía que siempre se han dado guerras en el mundo, porque cuando paseaba por el monte, encontraba hachas prehistóricas, que nos enseñaba a nosotros y a los historiadores que venían a Sétamo.
Al llegar la reforma de la liturgia, se tomó un gran interés, porque a un albañil de Siétamo, llamado Soler y que picaba la piedra como un gran escultor, lo convenció para que hiciera un altar pétreo, desde el que el sacerdote, al decir la misa, mira a los fieles y no les da la espalda como ocurría en los altares antiguos. Se preocupaba de aproximar los hombres al Señor y colgó un crucifijo de hierro, en la bóveda con cristales de colores incrustados, que obliga a los fieles a mirarlo y acercarse a Dios.
Cuando ya tuvo dificultades para vivir con tanto sacrificio, Monseñor Osés lo llevó a la residencia que los sacerdotes tienen en el seminario y de allí pasó a residir en el asilo de las Hermanitas de los Hermanos Desamparados. Pero él no estaba desamparado porque cuando se marchó de Siétamo, encontramos entre sus objetos unas estampas que había mandado hacer, en que la esperanza está representada por la patrona del pueblo, a saber la Virgen de la Esperanza.   

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