Yo he vivido siempre en ambientes
rurales y de pequeñas ciudades. Cualquier cosa en estos medios resulta
entrañable e invita a la poesía. De las grandes ciudades sólo tengo noticia por
los periódicos, por las revistas y por haber pasado someramente por ellas. Y la
verdad es que su imagen me resulta deprimente. Me pregunto:¿será posible que en las megalópolis
no exista poesía?. En las películas americanas se ven caer hombres y mujeres, desde
lo alto de los rascacielos, unos impulsados
por su propia desesperación y otros por una mano, cuyo dueño se esconde
en las sombras. Las novelas describen con toda suerte de detalles, cómo cuatro
muchachos de catorce años arrastran fuera del paseo, hacia los árboles, a una
enfermera vestida de blanco, de unos
dieciocho años. En el barrio de Harlem las ratas viven o sobreviven en compañía
de los negros, que no hacen más que eso, sobrevivir.
De París tenía una imagen
romántica; me había enamorado del romanticismo de Maurice Chevalier, cuando
cantaba “Ma pomme”. Indudablemente él y otros trataban de descubrir a los
parisinos algún aspecto poético de París. Y sacaban a la luz la Ciudad
“Lumière” y a los “clochards sous les ponts de París”. Yo fui a Paris a tratar
de descubrir estos aspectos poéticos, pero sólo descubrí, alineadas a lo largo
de algunas calles, mujeres blancas, negras o amarillas, que se ofrecían al
mejor postor. También había seres humanos de sexo indefinido y pechos
turgentes, que ofrecían su artificio a hombres y mujeres indistintamente.
Había negros de la negritud
francófona, que extendían sobre las aceras sus pobres mercancías, consistentes
en collares de semillas y pequeños
“tam-tams”, y era lamentable ver cómo eran arrojados de sus puestos de venta
por la policía.
En los escaparates las maniquís
humanas, inmóviles, imitaban a las muñecas articuladas y estas, a su vez, casi
se identificaban con las humanas. ¡Qué morbosa competencia!. Los “clochards”
van cambiando las bóvedas de los puentes por las menos románticas, pero más
cálidas del Metro. Sentados unos y acostadas otras sobre los bancos de la
estación, bromeaban borrachos, escondiendo sus botellas a la sed de sus
compañeros. Era un día de elecciones y uno de los discípulos de Baco, levantando
su botella en actitud de brindis, exclamó: “¡Yo he votado a la derecha, porque
la izquierda dice, que los vagabundos tienen que acabarse!”.Este fue el único
canto a la libertad que escuché en París.
Estos días hasta nuestro divino
Dalí ha salido desengañado de la capital del arte. Su exposición ha sido
boicoteada por una huelga. Se ha marchado exclamando:”Paris c’est fini”
Pero a pesar de estos cuadros, que
he intentado describir, no me resigno a creer que no exista la poesía en las
grandes ciudades. Me acuerdo de aquel negro americano que hizo amistad e la
celda de su prisión con un ratón con el que compartía el queso. Y me viene a la
memoria el preso medieval, pobre cuitado, que ni sabía cuando era de día, ni
cuando las noches eran, sino por un pajarillo que le cantaba al albor. No me
extraña que el negro fuera amigo de un ratón, pues yo, de niño, era amigo del
ratón Pérez y hoy a mi hija Pilar se le ha
caído un diente y el mismo ratoncito le dejará un pequeño regalo. Y también me
imagino a “Mickey Mouse” haciendo felices a los niños americanos. Y el
borrachín del metro parisiense, brindando por la libertad, pone una nota de
ilusión en mis tristes pensamientos. Y deduzco que allí, donde haya seres
humanos tiene que existir poesía.
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