"El Baranda" era moreno, de mediana estatura y con un bigote notable. Llevaba siempre puestas unas gafas oscuras en su montura y en sus cristales que estaban como ahumados; además era muy comunicativo y hablador. El necesitaba comunicarse y tratarse con personas y animales y de aquellas, frecuentaba el trato con chicos muy jóvenes, que en ocasiones dormían en su casa y con los animales se trataba con perros de los que presumía de enseñarles y educarles con mucha profesionalidad. Tanto es así, que en cierta ocasión vino a Siétamo con un perro lobo de no muy pura raza, porque era oscuro de color y me lo alabó tanto, diciéndome que no mordería sino era a algún ladrón que entrara por las casas y yo por sacudírmelo, se lo compré. Lo tuve bastante tiempo suelto durante largos ratos y cuando murió un familiar mío, al ver tanta gente en el entierro, le mordió ligeramente a una señora, una buena señora y lo llevé a una granja y allí lo dejé hasta que murió a los catorce años de vida.
No sé dónde trabajaba, pero desde luego se dedicaba en su casa a disecar animales, pues en cierta ocasión un amigo mío le llevó una gineta, que no volvió a ver jamás y desde luego que este fracaso no ocurrió por dejadez del Baranda, sino porque tuvo un incendio en su casa y se le quemó la piel de tan hermoso animal. En verano iba al Balneario de Panticosa donde pasaba el tiempo ganándose la vida, haciendo de barquero y conduciendo una barca con los remos, acompañado de un loro, que se hacía amigo de los que subían en la barca y se colocaba sobre sus hombros. Parece ser que su casa se encontraba en la calle más larga de Huesca y también de las más antiguas, es decir en la calle del Desengaño.
Distinta fue la suerte de su padre pues tenía un chalet en aquellos viejos tiempos y según lo vi en una fotografía que me enseñó el Baranda, era un señor delgado, vestido elegantemente con su traje y su chaleco, su sombrero y su bastón y él guardaba esa fotografía de su antecesor con un enorme cariño y un desengaño inmenso, porque no lo conocía ya que esa foto se la había proporcionado su madre, que no estuvo nunca casada con tal señor. Tuvo en la ciudad de Huesca un alto cargo político y fue durante varios años “gran burócrata” del Ayuntamiento. Se encaprichó de su madre, que era guapa y pobre, pero con su hijo no tuvo nunca detalle, pues entre otras cosas no se preocupó de su porvenir ni se molestó por colocarlo en algún puesto que le hubiera permitido ganarse la vida y no le dejó ni cinco céntimos.
Después de muerto, él vivió con su madre, ya ha hecha una mujer vieja y pobre, luego se quedó sólo y buscaba el amor en otros pobres muchachos de su mismo sexo, seguía criando perros y disecando animales muertos para que quedara un recuerdo de sus vidas ya pasadas, porque él no tenía más recuerdo de su padre que aquella fotografía que me enseñó en cierta ocasión.
Yo me enteré de que todavía vivía una hermana de su padre, mujer rica pues fue pretendida por un doctor muy conocido en Huesca, pero que fracasaron en su amor. Vivía en otro chalet más moderno que el de su hermano y perdía su razón por que se acordaba de su antiguo amor. No se preocupaba de sí misma y a pesar de tener dinero le faltaban cristales en su casa y amaba igual que su sobrino natural a los animales, pero así como a él le gustaban los perros, a ella le encantaban los gatos, que estaban siempre tomando el sol o entrando y saliendo por las ventanas sin cristales de sus habitaciones. De vez en cuando tomaba un taxi y se iba a visitar algún lugar de la provincia. Se colocaba en el asiento trasero del taxi y el taxista, cuando tenía necesidad de comer, paraba en un restaurante y comía él solo, mientras ella en ocasiones se tomaba un bocadillo, que el taxista, a causa de sus órdenes, le sacaba del interior del bar. Ella no pasaba hambre como tampoco la pasaban sus gatos.
El Baranda no tenía noticia del parentesco que le unía con esa señora y yo se le dije. Rápidamente fue a verla, pero no le abrió y al fin pudo hablar con ella a través del seto que separaba la calle de la casa y parece que no le hizo ningún caso. A ella no le hizo caso su pretendiente y a él no le hizo caso su pretendida tía, como no le había hecho caso ni su mismo padre.
Cuando murió la señora, al poco tiempo desaparecieron todos los gatos de su chalet y el pobre Baranda siguió, no sé si en la calle del Desengaño o en otra cualquiera, amando a algunos jóvenes desgraciados como él, pero que le hicieron como a mí me hizo su perro, es decir que le dieron un mordisco letal o mortal a su vida, de tal forma que un día fue apuñalado por uno de ellos. Eso dijo el periódico.
Yo al enterarme lo encomendé al Señor para que lo recibiera en el Cielo y le diera el amor que en este mundo nunca había encontrado.
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