sábado, 18 de mayo de 2019

El viejo Doctor y la amante de los gatos


                     
                 
Estaba sentado con mis amigos, alrededor de un velador, para tomar un café, en el “Bar Galileo”. Desde   aquel  observatorio,  dos o tres días antes, mirando al cielo, que se levanta sobre una enorme Plaza, en cuyo centro se abre un inmenso espacio de tierra, en el que se conserva, cerrado hace ya años y donde está ya parado, un taller de automóviles. Desde nuestro velador, admira uno la belleza de aquel cielo, en cuyas alturas vuelan golondrinas y acuden a nuestras  mesas  gorriones  que  esperan  que los clientes les partan trozos de pan, que les echan para que acudan a comer las migas que les echamos. Aquella tarde  volando  por  encima  del  solar,  volaba un ave de rapiña  que daba vueltas por el aire, al enorme solar. En éste hay árboles en los que anidan picarazas y crían a sus hijos. Esta   ave   de  rapiña  espiaba  los nidos  que  en esos árboles, en cierta elevada altura, habían construido y esperaba dando vueltas volanderas, alimentarse de algún pequeño pájaro, hijo de las picarazas. Volaba esta ave de rapiña, sobre la gran plaza y le daba vueltas desde lo alto del cielo y giraba y giraba, dando vueltas para vigilar un nido de picaraza, en el que esperaba apoderarse de alguna pequeña cría. Yo desde mi observatorio, instalado sobre una mesa rodeada de sillas, miraba y remiraba volar al ave de rapiña y de vez en cuando, desde la copa de un árbol, en el que colgaba en una rama el nido de una pareja de picarazas, salía con un vuelo rápido una de las dos y se elevaba sobre el ave de rapiña y la amenazaba con su ataque. Se contemplaba al ave de rapiña volar por las alturas de aquel terreno casi despejado, pero de repente se lanzaba en su persecución la picaraza y volaba   por   encima   del   ave  de  rapiña,  cuidando  que desde una situación superior, no pudiera alcanzarla. Se veía una situación de ataque de la picaraza, de un tamaño mucho menor que el ave de rapiña, procurando conservar una situación en el aire más elevada, para que el milano no la atacara con violencia. 


Pero no ha sido ésta observación la única que he  podido  hacer  en  las alturas del cielo, sino que en el suelo, es decir en el antiguo taller que dejó de funcionar hace ya muchos años, que he podido contemplar animales no volanderos, sino amigos antes del hombre en sus hogares, en sus cocinas y que ahora se ven  expulsados de vivir en compañía del hombre. Ahora viven en compañía los gatos, que antes lo hacían con los seres humanos y penetrando en aquel taller abandonado, por pequeñas roturas de paredes y suelos, pasan su triste vida, esperando que buenas    personas,   los   alimenten. En aquel edificio abandonado, viven los gatos abandonados por el hombre. Y cuando paso por la entrada a su pobre domicilio, me miran con esperanza de ser acariciados, mezclada con temor a ser apaleados por alguna persona, que no se siente sensible ante su soledad.
Yo conozco a una señora, que ha cuidado esos gatos durante muchos años, a la que veía pasar por aquel edificio abandonado y les proporcionaba alimentos.  No      si   esperaba que fueran felices esos gatos con los alimentos que les proporcionaba o  sólo  podía consolarlos de su abandono. Pero la bondadosa señora no se ha olvidado de los gatos abandonados y otras mujeres la han remplazado. Y me he enterado de que una buena mujer ha comenzado su buena misión de apoyar a los gatos abandonados. Esta se sentó en el mismo velador en el que yo me encontraba con un amigo suyo. Y yo escuchaba su preocupación por aquellos desgraciados gatos, y llegó un señor, desconocido por mí, pero que con su conversación me enteré de que era un Médico, que se dedicó durante su vida profesional a vender distintas especies de animales y a darles un tratamiento. Era un médico idealista y acabó arruinado en su   amorosa   dedicación  a  las personas y a los animales. La joven que se iba a hacer cargo de cuidar a los gatos abandonados, hablaba y hablaba con el Doctor y ninguno de los dos, me escuchaba las preguntas que yo les hacía. Al fin, se levantaron de las butacas que ocupaban y se fueron andando al ruinoso edificio, que acoge a los gatos.
Yo me quedé pensando en el cariño que el Doctor y la señora que iban a cuidar de los michinos, iban a repartirlo entre ellos, pero yo me quedé pensando en la difícil tarea de esa pareja humana tan amante de los gatos.
El Doctor y su esposa se negaban a consumir los medicamentos que por un tiempo los había hecho ricos y deseando la esposa su muerte, no se moría, pero sufría al verse tan afectado por la   muerte  que  les amenazaba. Le pregunté su identidad, pero no quiso contestarme. Sólo quería su muerte, pero no deseaba vivir por más tiempo.
Desde mi silla contemplé como unidos caminaban a la pobre residencia de los gatos abandonados, pero no conseguí enterarme en qué habían quedado para hacer felices a aquellos pobres que esperaban su muerte.    

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