Siendo
veterinario de Alcalá del Obispo, fui a su Campo de Aviación de Monflorite y vi aterrizar un velero, que al
posarse se tornó, de móvil y gracioso, en torpe; se ladeó y quedó como queda
varada una barca en la arena. Me vino a la memoria otro caso de aterrizaje
forzoso de un velero, en la finca del Tapiado, cerca de la carretera de Huesca
a Tarragona; ocurrió un día en que se celebraban las fiestas de Siétamo. Me
recuerda su vuelo el de las águilas reales por su elegancia y por su porte;
evoluciona en círculos aéreos sin estela, cual la dejan los ruidosos reactores
y me recuerda también el vuelo de los buitres, que pierden su elegancia al
pisar el suelo, donde se vuelven torpes.
Después
de cumplir con mi obligación de vacunar al perro, el director, que llevaba fama
de ser un gran Maestro de Vuelos sin Motor, me invitó a volar en un velero,
pero sentí miedo; luego pensé que perdí la ocasión de aproximarme al cielo, a
la serena paz que inspiran allá arriba, el éter y abajo las sardas y los sasos
del Somontano oscense, donde corren las liebres y se ocultan las perdices y
conejos; en medio las brisas amorosas juegan y se recrean mutuamente con aves
altaneras; son compañeros en el aire los aviones de madera y lona, sin motor,
con los gaviones y otras aves de altura; se acompañan pacíficamente la técnica
y la vida y el hombre vuela como un nuevo ICARO sin quemarse las alas y
acercándose al cielo.
No
he querido volar y me arrepiento de que mi cuerpo no pudiera elevarse como se
elevan las ideas perdiendo por un rato la gravedad, que nos atrae al suelo, a
la rutina, a caminar por pistas ya trazadas, con curvas, con “stops” y
servidumbres crueles.
Que
me perdone el maestro que me invitó a subir, porque quisiera, cuando llegue el
fin, subir en un velero y que un huracán, que el dios Eolo con su soplo
insufle, lo arrebate entre estrellas y sistemas solares, donde la paz se
extiende. ¡Así subiría desde Alcalá- Monflorite al cielo!.
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