Cuando llegó la penosa emigración de los
ciudadanos, al estallar la Guerra Civil de 1936, a mi familia le tocó, como a
tantas otras, escuchar los rápidos traqueteos de las
ametralladoras, los estallidos de los morteros, los
brutales cañonazos y sentir el terror de oír e incluso de ver los aviones, que
bombardeaban sin piedad. Aquel mismo día que ya por la mañana nos vimos
envueltos en una guerra y por la tarde, escapamos los miembros de mi
familia, subidos, como otros muchos vecinos de Siétamo, en la caja
de un camión, que nos condujo a la Plaza de Santo Domingo de la ciudad de
Huesca. En aquella Plaza estaban muchos parientes, amigos y personas
preocupadas por ver con tristeza, aquellas escenas, unas de alegría y lágrimas,
otras de pena, algunas de desorientación, ya qué se veían
aquellos huidos de la destrucción de sus vidas y de sus
casas, impulsados en buscar un cobijo, sin saber
cuánto tiempo tendrían que permanecer en ese destierro.
Yo con mis cinco años a punto de cumplir
seis, corría y jugaba por las calles, escuelas y huertos de Siétamo. Era feliz
y no me daba cuenta de que en escasos días me hallaría en la Bodega de la
Iglesia de Siétamo, en plena Guerra Civil. Me llegó ese disgusto en aquel
momento inolvidable de mi entonces breve vida, que estaba gozando por las
Escuelas, por el Palacio, por los huertos y por las calles de Siétamo. Pasé en
breves momentos de la calle a la Bodega de la Iglesia, donde se escuchaban los
sonidos que producían las balas de fusil. No estaba solo, sino acompañado por
muchas personas de mi familia y de mi pueblo, que estaban refugiados en dicha
Bodega. Allí lloraba la viuda de la vecina casa de Lasierra y todos los
encerrados en esa bodega estábamos con nuestras mentes, pensando en la
obscuridad de aquel triste día, mirando hacia el cielo, sin poder nuestros ojos
atravesar los techos de aquella triste reclusión. Sólo nos fijábamos los
refugiados de aquella oscura habitación la atmosfera que nos envolvía con su
escasa luz, que entraba por una ventanica. Me admiraba la valentía de mi
tía Luisa, que llena de valor, salía de aquel triste bodegón hasta la casa de
los Almudévar, a buscar pan y otros alimentos para repartirlos entre
los refugiados. Estabamos en la bodega pasando dolor ante la perspectiva de
morir destrozados por aquellas terribles bombas, que
constantemente lanzaban sobre Siétamo los aviones “rojos”. Se hizo el día
muy largo con las explosiones tan amenazantes de la
vida de los horrorizados vecinos del pueblo, asustados por una
muerte, producida por las “salvajes” bombas que nos lanzaban. Al caer la tarde,
cesaron los bombardeos sobre nosotros y corriendo, salimos de aquel oscuro
lugar a la carretera, que conducía a Huesca. Nosotros con nuestra madre con
“cuatro escogidos ropajes”, subimos acompañados por nuestra valiente tía
Luisa, en la caja de una camioneta y sufriendo por aquella triste fuga de la
muerte. Llegamos a Huesca a la Plaza de Santo Domingo. Allí estaban
esperándonos a nosotros y a otras numerosas personas, una multitud. Allí estaba
mi primo hermano, de unos quince años de edad, JOSÉ ANTONIO LLANAS ALMUDEVAR.
El marchó a CASA de LLANAS con sus dos tíos y nosotros caminamos hasta el
número 61 del Coso Alto, al lado de la iglesia de Santa Ana, donde vivían
nuestra abuela materna Agustina y su hermana Rosa. Pero, escapados del pueblo
de Siétamo, seguíamos en Huesca, escuchando las explosiones de aquella salvaje
Guerra y yo iba detrás de mi abuela y cogía prendas de ropa ,diciéndome que por
amor a la vida, recogiese las prendas que había que llevar con nosotros en
aquel terrible viaje, huyendo de los bombardeos y los fusilamientos. Cuando mis
padres y abuela, juzgaron que había llegado el momento de huir de este cruel
tiroteo, nos trasladamos a Jaca. En esta ciudad nos alojamos en una casa
particular, al mismo tiempo que encontramos un chalet, que nos acogió.
En aquella ciudad, fuimos cada niño a un
colegio. En aquellos colegios y escuelas se organizaban actos políticos que
intentaban acabar con esas ideas de guerra. Mi pequeño hermano Jesús se nos
perdió, pero una jaquesa lo encontró y nos lo trajo a nuestra familia. Yo
acudía a las Monjas de Santa Ana y en cierta ocasión nos castigaron a dos niños
y a mi, imponiéndonos que durante la hora de comer, escribiéramos un verso de
aquella época. Yo escribí en el papel unas palabras, pero dejé mi cuartilla
ausente de cualquier escrito. La Monja dejó libre a mi compañero y a mí me dejó
sin salir del colegio durante el mediodía. También en Jaca cayeron bombas
criminales, una de las cuales, destrozó la vida de una niña procedente de cerca
de Tierz. Ya se veían llegar a Jaca numerosos refugiados de la Guerra en
Sabiñánigo y desde la altura observábamos sus caminatas tristes en dirección a
Jaca.Al observar aquellas huidas de ciudadanos desde Sabiñánigo a
Jaca, mi padre dispuso la huida de su familia hacia Ansó. ¡Qué recuerdos acuden
a mi cerebro de aquella Villa de Ansó!. Cerca de la casa donde vivía con mi
familia, estaban sentadas en sillitas unas ansotanas, vestidas con sus ropas
antiguas y bellas. Criaba delante de ella, una pequeña cuadrilla de pollitos,
de los cuales mi hermano pequeño, a saber Jesús, atraído por la belleza de
tales pollitos, causó la muerte de algunos de ellos. Aquella SEÑORA ansotana,
no se enfadó, ni quiso cobrar la pérdida que mi hermano había causado entre
aquellos atractivos pollitos. Los hermanos Almudévar fuimos a las Escuelas,
cercanas al agua del río y teníamos la obligación de llevar cada uno un trozo
de leña para calentar la Escuela. En mi casa no teníamos leña y no pudimos
llevarlas para calentar el ambiente de la Clase. Yo avergonzado, no me atrevía
a entrar en clase y paseaba con otro niño por la orilla del río. Cuando se
enteró mi padre, habló con la señora Maestra y esta elegante señora, ordenó que
el que no tuviera leña en su casa, no la llevara a la Escuela. Tengo un viejo
recuerdo de esta señora, que admiraba por su belleza física y por su bondad,
pues daba la impresión de ser la Maestra y la Madre de sus discípulos.En
aquellos días volvimos a vivir con cierta felicidad, pues aquel clima, a pesar
de ser más frío que el de Huesca y Siétamo, nos alegraba el subir y bajar por
aquellas Montañas, donde en el verano, aquellas tierras nos hacían contemplar
las ovejas y a veces soñar con el dios vasco Jangoikua, que nos contaban que su
dominio vivía en “la Val de Ansó”.Pero la Guerra se iba apartando hacia
Cataluña trayéndonos la esperanza volver a vivir en Huesca. Me acuerdo como
bajamos de los Altos Pirineos a Huesca. Lo hicimos en una camioneta con su
ambiente dividido en la parte delantera de la misma de la caja al aire libre.
En la parte anterior iba mi madre, protegida del aire frío, para cuidar su
salud, que ya empezaba a sufrir molestias.Llegamos a Huesca y mis padres
decidieron vivir en casa de nuestra abuela, en el Coso Alto, al lado de Santa
Ana. Yo estuve un año acudiendo al Colegio de los Salesianos, dirigido por un
sacerdote salesiano, que ya estaba informado del peligro moderno de las
guerras. Mi padre, ya había perdido su automóvil a causa de las bombas y hacía
sus traslados a Siétamo, en una bicicleta.Se pasaron años de escasez, pero con
la vida en casa de mi abuela, salimos adelante, a pesar de la enfermedad de mi
madre. Ahora, vivimos pensando en una Guerra contra la Rusia de Putin y no se
han ido del ambiente ideas que piensan en las “eternas” Guerras.
Con muchísima alegría leo éste artículo de mi admirado Ignacio , como siempre describe con humanidad y cercanía sus vivencias , que Dios nos permita a los dos , Ignacio , escribiendo y su amigo Rafael leyendo con cariño y admiración sus artículos. Un fuerte abrazo de tu amigo , Rafael Gonzalo
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